Cataluña en el diván
Quién lo iba a decir. Después de 23 años de autogobierno, la Cataluña que deja Jordi Pujol no es una sociedad alegre y confiada en sus capacidades para afrontar el futuro y mantener el liderazgo económico y cultural que logró durante las épocas de falta de poder político, sino una sociedad acomplejada, que se pregunta de forma obsesiva qué le pasa.
Tengo mi mesa atiborrada de informes, estudios, libros y artículos, publicados por académicos y corporaciones de todo tipo, en los que se analiza la evolución de la economía, la industria, la sociedad, la cultura, la educación, la ciencia y la tecnología catalanas, y se las compara con la de otras regiones europeas. El resultado de este benchmarking, como ahora se dice, acostumbra a ser deprimente: "declive", "pérdida de sedes", "deslocalización de industrias", "bajo nivel de I+D", "pérdida de influencia cultural", "carencias educativas", "caída demográfica", "creciente pobreza", y cosas por el estilo.
Es curioso ver como una sociedad hasta ahora envidiada y convencida de su empuje y pragmatismo, se está transformando en una sociedad estresada y enfermiza, que gasta mucho de su tiempo y sus energías en la búsqueda de las causas de su desasosiego. El panorama comienza a ser de consulta psicoanalítica. Las élites de este país están incubando un cuadro clínico que permite aventurar la aparición de una "enfermedad catalana". El debate, tanto en público como en reuniones privadas, se parece cada vez más al diván de los psiquiatras.
En la búsqueda psicoanalítica de las causas, algunos han desarrollado una especie de complejo de Edipo, en el que la rivalidad con Madrid / Estado ocupa el lugar que el padre tiene en la teoría freudiana. Sitúan las causas del declive en el insuficiente poder político, y sostienen que sin avanzar más decididamente hacia la autonomía plena, o hacia alguna forma de independencia respecto de España, no se podrá recobrar el liderazgo. Otros, por el contrario, creen que la causa está en la política catalana. Consideran que el nacionalismo de CiU ha perjudicado la vitalidad de la sociedad, y que la pérdida de liderazgo tiene mucho que ver con la forma en que se utilizado el nuevo poder político por parte de Jordi Pujol.
El nacionalismo, entendido como una forma de expresión de una identidad y pertenencia a una comunidad, no es necesariamente un obstáculo para el crecimiento y la vitalidad de las naciones. Por el contrario, tal como demostró David Landes (La riqueza y la pobreza de las naciones, editorial Crítica), es difícil encontrar una experiencia histórica exitosa de desarrollo económico que no haya estado apoyada en algún tipo de sentimiento de identidad y valores compartidos. Pero el nacionalismo, como el colesterol, puede ser bueno o malo. El practicado por CiU ha estado regido por una especie de ley de Gay Lussac, en el sentido de que, como sucede con los gases, ha tendido a ocupar todos los espacios de la sociedad catalana. Al comportarse de esta forma, ha debilitado las energías de la sociedad y ha desviado capacidades y ambiciones personales, que antes se dirigían a la empresa y los negocios, y ahora son atraídas hacia la política. Además, ese nacionalismo ha debilitado a Barcelona, verdadero motor, y no freno, del resto del país.
Pero aunque la política influye, la percepción de pérdida de liderazgo económico y social tiene que ver mucho más con los cambios profundos que se están produciendo en las fuentes sobre las que se construyó ese liderazgo. Cataluña, y en particular Barcelona, fue la cuna de la industrialización española, especialmente de la industria manufacturera. (Por cierto, acaba de aparecer una obra magnífica e innovadora, tanto desde el punto de vista gráfico como pedagógico, sobre esta cuestión: el Atlas de la industrialización de España 1750-2000, dirigida por el profesor Jordi Nadal). Esa industria fue la fuente de la riqueza sobre la que se levantó la nueva clase burguesa y la nueva clase obrera, que imprimieron modernidad y liderazgo cultural y social a Cataluña dentro de España. Un liderazgo que no necesitó poder político propio, sino simplemente capacidad para influir en la formación de las políticas económicas estatales favorables a la industrialización.
Pero esa base industrial y el papel de Barcelona como ciudad-sede están siendo amenazados en los últimos años por procesos de diferente tipo. Por un lado, por el relevo generacional dentro de las empresas familiares catalanas. Un relevo complejo, que requiere tiempo y que en muchos casos desemboca en la venta o la desaparición de las empresas. Por otro, por las consecuencias que la nueva revolución de las telecomunicaciones, la globalización y la competencia de nuevos países con salarios más bajos tienen sobre esta industria. La suma de ambos procesos da lugar a una cierta desindustrialización. A esto, hay que añadir las consecuencias que, al menos a corto plazo, tiene la integración europea sobre la dinámica urbana, en beneficio de las ciudades-capital y en perjuicio de las viejas ciudades industriales, como Barcelona.
El deprimido estado de ánimo del país tiene mucho que ver con estas causas, y no con la política. Pero para salir del marasmo actual, es evidente que la vieja política practicada por los gobiernos de Pujol, consistente en hacer de todo un poco, no vale. Hay que potenciar Barcelona y buscar un nuevo equilibrio entre la acción pública y la iniciativa privada, concentrando los recursos y capacidades públicas en unas pocas áreas prioritarias capaces de crear sinergias con las iniciativas empresariales y sociales. Ese nuevo equilibrio debería ser la base de la nueva política que ha de salir de las elecciones del próximo domingo.
Antón Costas es catedrático de Política Económica de la UB.
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