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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Nunca tantos dieron tanto a tan pocos

Joaquín Estefanía

Si las denuncias que expone Stiglitz en su último libro sobre el funcionamiento de la economía mundial, y muy especialmente de Estados Unidos, las hubiera hecho cualquier otro economista con menos medallas (premio Nobel de Economía, vicepresidente y economista jefe del Banco Mundial, presidente del Comité de Asesores Económicos de la Casa Blanca con Bill Clinton, profesor de la Universidad de Columbia...) hubiera sido calificado por los fundamentalistas del mercado de militante antisistema, antiglobalización e incluso de izquierdista nostálgico. Y sin embargo, aquí están, hechas por quien forma parte del centro del sistema, por quien ha tenido un papel privilegiado en la dirección de las políticas económicas hegemónicas durante la pasada década. Ha sido tan grande la deriva de las ideas hacia el extremo de la derecha (las políticas, pero también las sociológicas y las económicas) en los últimos tiempos que Stiglitz ha devenido en un personaje incómodo para la Administración de George W. Bush y, por extensión, para tantos de sus pequeños epígonos.

LOS FELICES NOVENTA.

La semilla de la destrucción

Joseph E. Stiglitz

Traducción de Victoria Gordo del Rey y Moisés Ramírez Trapero.

Revisión de Carlos Rodríguez Braun

Taurus. Madrid, 2003

415 páginas. 19,50 euros

En este último libro, como en el anterior El malestar en la globalización (Taurus), Stiglitz adopta la metodología del profesor: interpretar, ayudar a comprender qué es lo que no funcionó y cómo arreglarlo: "En tanto que científico social no creo que problemas de semejante magnitud puedan ser meros accidentes ni atribuibles a individuos aberrantes. Busco fallos sistémicos... y los hallo en abundancia". El economista en cuestión reivindica los aspectos más brillantes de la era Clinton, una década de negocios astronómicos y crecimiento desbocado, y sus fallos más estrepitosos entre los cuales figura el hecho de que ese crecimiento no se aprovechase para reducir las espectaculares desigualdades sociales, las más importantes de la historia de la humanidad.

Stiglitz cree que el activo más importante de los equipos de Clinton fue romper con la "economía vudú" que habían puesto en circulación Reagan y Bush, y encontrar un nuevo equilibrio entre las funciones del Estado y las del mercado. Y su error principal, no haber hecho esta ruptura irreversible, por lo que su fracaso también ha sido parcialmente atribuible a aquellas áreas donde no dieron con el equilibrio correcto y donde la actual Administración republicana ha vuelto al pasado, en muchos aspectos con mayor virulencia que en los años ochenta. Para el autor, a partir de los años noventa las finanzas imperaron sin oposición creando un problema político central en nuestros días: los puntos de vista de la comunidad financiera dictan las políticas y llegan a determinar el resultado de las elecciones. Por ello es preciso recuperar el debate sobre la naturaleza de los conflictos entre la política y la economía para volver a hablar de los contenidos de la democracia y de la justicia social. Los abusos económicos diluyen la calidad de la democracia.

Hay tres aspectos que ejemplifican ese desequilibrio a favor de las finanzas -y por consiguiente, en detrimento del resto de los ciudadanos-: la excesiva desregulación de los mercados, el mantra del déficit cero y una reforma fiscal presentada como imprescindible para la recuperación económica, pero cuyo objetivo final ha sido devolver dinero a quienes más tienen y reducir los gastos públicos (fundamentalmente, los sociales). Respecto al primero, Stiglitz se empeña es demostrar, con abundantes datos empíricos que trituran las posiciones apriorísticas de los neoliberales, por qué los mercados desregulados no funcionan a menudo; por qué existe la necesidad de cierta intervención del Estado, y por qué lo que es bueno para Wall Street bien puede no serlo para el conjunto del planeta. La desregulación se ha revelado como una trampa que, lejos de llevarnos al grado de regulación más adecuado, nos ha conducido a la supresión irreflexiva y sin más de todo organismo regulador: "Nada tiene de casual que el origen de tantos problemas de los felices noventa se remonte al momento en que se desregularon sectores como el de las eléctricas, las telecomunicaciones o el de las finanzas". Luego se añadió espuma al frenesí rebajando los impuestos sobre las plusvalías: quienes habían amasado su fortuna especulando y ganando al juego de la bolsa eran los héroes del momento y como tales pagaban impuestos más leves que los que se ganaban el pan con el sudor de su frente.

Lo mismo sucede con el déficit cero, conseguido reduciendo el tamaño del Estado y con su equivalente rebaja de impuestos. Stiglitz piensa que ello fue un exceso que ha conllevado para Estados Unidos, por ejemplo, un deterioro del nivel básico de infraestructuras y un retraso en los necesarios niveles tecnológicos (y si ello ha ocurrido en Estados Unidos, ¿qué se puede decir de otros países con muchas más necesidades y que presumen de estar en superávit presupuestario?). Pero es que, además, la rebaja de impuestos no ha sido neutral. En la descripción de esa contrarreforma fiscal tiene el libro de Stiglitz algunas de sus páginas más brillantes: se han reducido algunos impuestos y se han eliminado otros (sucesiones) no para impulsar la economía con una retórica keynesiana que tiene poco que ver con la realidad, sino para distribuir regresivamente los ingresos: las 226.000 declarantes estadounidenses con ingresos superiores a un millón de dólares recibirán en total el mismo beneficio que los 120 millones de contribuyentes con ingresos inferiores a 100.000 dólares; más de la mitad de los beneficios derivados de la exención de los dividendos del impuesto sobre la renta irán a parar al 5% de la población, un grupo de personas que ganan más de 140.000 dólares cada una, con unos ingresos medios de 350.000 dólares. Es lo que Krugman ha llamado una reforma fiscal "de clase".

Otro de los elementos centrales del libro de Stiglitz está en la descripción y el análisis de los extraordinarios abusos de muchos ejecutivos con sus emolumentos a través de las célebres stock options (derecho a comprar acciones de una empresa por debajo de sus precios de mercado) y de la contabilidad creativa. El paroxismo de todo ello fue la empresa Enron, convertida en el emblema de todo lo que ha ido mal en los años noventa: codicia empresarial, escándalos contables, tráfico de influencias, escándalos bancarios y de las compañías auditoras, excesos de la liberalización sin regulación, capitalismo de amiguetes o mal uso del poder corporativo de Estados Unidos en el exterior. Lo ejemplar de Enron es que en su seno estuvieron presentes todos esos vicios del sistema a la vez.

Los felices noventa son una especie de memorias profesionales de Stiglitz como presidente del consejo de asesores económicos de Bill Clinton. Por ello, y por la cantidad de debates implícitos o explícitos que contienen sus páginas, es de imprescindible lectura para todos aquellos que quieren conocer de los problemas que se dan entre las tradicionales limitaciones económicas y las demandas políticas de los ciudadanos.

Kenneth Lay, ex presidente de Enron (de espaldas), en el juicio.
Kenneth Lay, ex presidente de Enron (de espaldas), en el juicio.REUTERS

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