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La trascendencia del 16-N

Las elecciones al Parlament de Catalunya del día 16 significan algo más que una mera renovación de diputados. Los electores elegirán al presidente de la Generalitat que ha de gobernar el país durante cuatro años. Por tanto, los votos ciudadanos proponen, pero los escaños disponen. En 1999, Pasqual Maragall obtuvo más votos que Pujol (lo cual provocó su retirada de ahora para que pierda otro y no él), pero menos escaños que CiU; ésta, sostenida por el PP con la abstención favorable de ERC, permitió al presidente prolongar su poder por un tiempo de ineficacia política a costa de apoyar la política ultraconservadora y antisocial de un megalómano José María Aznar, aunque fingió a última hora preelectoral un desencuentro pactado con la derecha nacionalista española. La trascendencia de las elecciones pasadas fue, pues, muy grande. Se perdieron cuatro años para resolver problemas graves de Cataluña, ya que la Generalitat se sintió provisional, hipotecada económica y políticamente, y sus inquilinos perpetuos pensaron más en su futuro que en el del país. Aznar se creció en su soberbia e imaginó una futura fusión de CiU en su movimiento nacional de nuevo cuño. Si una ley electoral de dudosa legalidad estatutaria y discriminatoria de la mayoría urbana de Cataluña no hubiese dado menos escaños a los partidos que mejor la representan, Maragall habría sido ya presidente. ¡Cómo hubiera cambiado la política catalana y española! La democracia no hubiera descendido a sus mínimos actuales. Aznar no hubiera sido del todo el mismo. El PSOE habría hecho una oposición más dura y convincente. ¿Hubiéramos provocado la guerra de Irak y sus terribles consecuencias?

La trascendencia de las elecciones del 16-N es todavía mayor porque en estos años perdidos se han acumulado males anteriores y el PP ha llevado a España a una semidictadura sin escrúpulos jurídicos y democráticos, ha enconado el drama vasco porque le conviene y aspira, en nombre de una patria amenazada por el rojoseparatismo, seguir en el poder más irresponsable y destructor que ha tenido el país desde la muerte de Franco. Todo ello con el interesado consentimiento del nacionalismo conservador catalán, su aliado tanto en Barcelona como en Madrid. ¿Volverá a repetirse el fraude a la voluntad mayoritaria de los catalanes, que necesita muchos más votos que la derecha para obtener los escaños que la lleven a la Generalitat? ¿A una CiU agonizante le darán oxígeno otros partidos en nombre de la nación catalana o de la estable continuidad del pacto implícito con el PP de Aznar-Rajoy? Ya es del todo excepcional y contrario a la higiene democrática que un partido ocupe el gobierno en monopolio durante casi un cuarto de siglo, pues la experiencia demuestra las inevitables prepotencias, inoperancias y corrupciones que eso comporta; más aún si se gobierna con mayorías absolutas (fruto de la ley electoral) y se controlan los principales medios de comunicación. Pero 10 años más, como pretende el candidato de la continuidad, conducirían a un régimen de partido único como el PRI mexicano o el mismo PP, tan similar en esto y en política económica y social a CiU.

El cambio que pretenden políticos como Joan Saura y Maragall no es de personas, generaciones o clases sociales, sino un cambio histórico que en mucho se asemeja al de las primeras elecciones democráticas y que pretende recuperar la democracia que entonces venció a los conservadores, autoritarios y corruptos del régimen anterior, hoy casi perdida. Es un cambio que permita gobernar por primera vez en un cuarto de siglo a esa media Cataluña de ciudadanos condenada a una oposición de mera protesta frente al alcázar convergente, pero que ha renovado los municipios y ha gestionado una democracia social de base digna de reproducirse en la Generalitat. Es un cambio fundamental para la democracia española y para resolver el drama de Euskadi, pues la influencia que tiene ya Maragall sobre el PSOE se acrecentaría, y su mediación entre el socialismo vasco y Juan José Ibarretxe (sueño y empeño del llorado Ernest Lluch) podría reconducir lo legítimo y posible de la reivindicación nacionalista hacia un acuerdo pacificador. Esta influencia propiciaría una alianza de la izquierda española con regionalistas y nacionalistas para impedir que el PP de Aznar-Rajoy siga haciendo de las suyas y puedan reformarse los estatutos de autonomía y la propia Constitución, abierta y llena de posibilidades, entre ellas la de aceptar a un Ibarretxe pactista sin la sombra de Xabier Arzalluz. Todo eso podrían lograr los demócratas catalanes si se sienten responsables de su país y de la nación de naciones en la que se integran y si hacen posible con su voto el cambio histórico que necesitamos y que debiera producirse por un imperativo más profundo que los motivos políticos usuales: por un imperativo ético.

A mi juicio, el único factor que puede frustrar tanta esperanza y su apasionante proyecto es la abstención, como se ha visto en Madrid para vergüenza de todos. ¡Qué peligro más grande para los demócratas y qué regocijo más gustoso para los poderosos de hoy y conserva-duros de siempre es que no voten los jóvenes idealistas y radicales; los puros de una izquierda exquisita e incorruptible; los escépticos y desengañados de la política como "farsa"; el pueblo escaldado y algo ignorante, que cree iguales a todos los políticos; los apolíticos, que, al no votar y dar así la mayoría de escaños a los que ahora mandan, hacen la política de éstos.

Franco ganó la guerra a los demócratas porque toda la derecha se unió bajo su caudillaje y la izquierda plural no estaba unida. El PP y su aliada CiU tendrán, el l6-N, el voto masivo de las derechas catalanas porque saben lo que pueden perder. El resto de los ciudadanos, ¿saben lo que perderán si no saben la trascendencia de las próximas elecciones?

J. A. González Casanova es profesor de Derecho Constitucional de la UB.

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