El problema de la vivienda
En 1872, Frederich Engels escribió una serie de tres artículos bajo este mismo título, que se convirtió en el libro fundacional y clásico sobre un problema que ahora, a principios del siglo XXI, sigue siendo acuciante en las grandes ciudades de los países subdesarrollados y lo es, paradójicamente, en la España del capitalismo inmobiliario y de la política neoliberal. Mientras que en la mayor parte de Europa -Francia, Holanda, Finlandia, Suecia, Alemania, etcétera-, a pesar del encarecimiento, se ha conseguido garantizar el derecho a una vivienda digna, con el control de los precios y la promoción de vivienda protegida adecuada al Estado de bienestar, nuestro país, con siete años de política de derechas, ha conseguido hacer reaparecer el problema de la vivienda bajo la fórmula amenazante de la burbuja inmobiliaria. Porque no se trata ahora de que la mayoría no tenga vivienda -el 81% de las viviendas están habitadas por propietarios, pero la mayoría de las familias están hipotecadas de por vida y sólo los créditos para vivienda representan el 62% de la renta disponible y la ratio de deuda crediticia total sobre la renta alcanza el 91% - ni de que no se construyan viviendas, ya que nunca se habían construido tantas -500.000 al año-, sino de que un alto porcentaje están vacías, ya que son objeto de inversión o de abandono. Barcelona podría tener ya unas 75.000 viviendas vacías y en España sobrepasan el millón. En nuestro país, el porcentaje de viviendas vacías está cerca del 15% del total (más otro 15% de segundas residencias), cuando el porcentaje de viviendas vacías en Holanda es del 0,1% y en Suecia del 1,2%. Mientras, los sectores menos favorecidos quedan al margen del festín de inversores privados y entidades financieras que, huyendo de las caídas en la bolsa, han tomado la vivienda -que debería ser un derecho- como campo de negocios. Las plusvalías del boom inmobiliario, que se reforzó a partir de 1997, han llevado a un mayor empobrecimiento y debilidad de la economía de la mayoría de los españoles.
Sin embargo, se va reconociendo que el precio sobrevalorado de la vivienda (según el Banco de España, entre el 8% y el 20%, y según The Economist, el 52%) no obedece a la escasez o al encarecimiento del precio del suelo, sino a un proceso de encarecimiento durante los últimos 20 años que viene determinando, más allá de los costes reales de producción, por dos baremos: por abajo, el precio máximo que una familia media puede llegar a pagar hipotecándose, y por arriba, el precio máximo que están dispuestos a pagar unos inversores que ni siquiera visitan la vivienda que compran. También se va desvelando que la caída del número de viviendas protegidas realizadas en los últimos años no es nada inocente: para proteger los intereses inmobiliarios, manteniendo el alza de los precios, se ha procurado que la vivienda social, que de constituir el 50% del total construido en los años ochenta ha pasado a sólo el 10% a finales de los noventa, no compita en el mercado libre.
En este fenómeno que abarca a toda la sociedad española, la arquitectura tiene un papel muy secundario. Es el último factor, aunque no debería ser el de menor importancia. En este escalofriante baile de cantidades, no debería ser desdeñable el hecho de la calidad de estas viviendas: su buena construcción, orientación y ventilación; que tengan una planta flexible y transformable, que favorezcan la diversidad de usos y su perfectibilidad; que estén construidas siguiendo criterios de sostenibilidad y que se consolide una cultura de conservación y reutilización de los edificios en un país que ha destruido gran parte de su patrimonio residencial anterior a 1940. Es flagrante que la calidad de la vivienda masiva que se construye en España sea mucho menor que la de la mayoría de los países europeos.
Parece que las instituciones cercanas a la arquitectura empiezan a reaccionar. Hasta hace poco habían predominando las buenas intenciones y la frivolidad en la manera de abordar el problema -Casa Barcelona, Barraca Barcelona- cuando no la dejadez; por ejemplo, quedando en nada el proyecto de viviendas junto al Fòrum 2004, que hubiera podido ser un experimento como una Weissenhof de Stuttgart para principios del siglo XXI.
Sólo en los dos últimos años tanto la Generalitat de Cataluña como el Ayuntamiento de Barcelona han entendido la magnitud del problema: la proximidad con los afectados les ha hecho despertar de una aletargada dependencia de la nefasta política de vivienda estatal. Muestra de ello son las recientes exposiciones de proyectos de vivienda de la Generalitat, que intentan ser innovadores y flexibles, en el Colegio de Arquitectos de Barcelona (se presentaron hasta el 18 de octubre proyectos de jóvenes arquitectos) y en la Escuela de Arquitectura de Barcelona (se expusieron hasta el 13 de octubre los resultados de la última convocatoria de concursos). El Ayuntamiento de Barcelona, por su parte, ha realizado algunas promociones modélicas y ha presentado un nuevo Plan de Suelo y Vivienda. Ciertamente, todo lo condiciona la política de vivienda, pero la arquitectura no debería seguir siendo la misma, convencional y comercial, sino que debería atender a los cambios que se están produciendo en la sociedad española y catalana: cambios en la estructura familiar, inmigración, envejecimiento de la población, aumento de las minusvalías, incremento de las marginaciones de todo tipo, inclusión de las actividades de estudio y trabajo en la vivienda.
Last but not least: en el peculiar problema de la vivienda que se ha provocado en esta España de gobernantes sin escrúpulos y nuevos ricos, que con fina ironía retrata Ferran Torrent en sus novelas Sociedad limitada y Especies protegidas, la cuestión de la calidad espacial y sostenibilidad de dicha vivienda, que siempre queda para el final, no debería ser lo menos importante. Y nos corresponde a los técnicos y profesionales reivindicarlo.
Josep Maria Montaner es arquitecto y catedrático de la ETSAB-UPC.
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