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El compromiso no es lo que era

De tanto en tanto, y coincidiendo con calamidades que la realidad mediática pone en primer plano, se escuchan voces de muy distinta procedencia reclamando la presencia de los intelectuales. ¿Qué tienen los intelectuales que decir ante esto? -claman- o ¿por qué no se escucha ahora la voz de los intelectuales? Es un toque de corneta, un "¡arriba, vagos!" que se exige con harta frecuencia. Despertados o avisados, unos se ponen al frente y otros meditan hacerlo.

Bueno, y ¿quiénes son los intelectuales? En su tiempo se pensaba que era gente cultivada que vive dando fruto lentamente. Ahora son tiempos en los que abunda el cultivo hidropónico. La Opinión (con mayúscula) está quedando cada vez más en manos de personajes reclamados por sus bases que dicen lo que se les demanda que digan. El intelectual se hace eco, no voz. Y eso suena a que los que antaño le pidieron que hablase por ellos ahora quieren que hable de ellos. Así es la sociedad cuando se capitaliza.

El primero de estos nuevos comprometidos es el "intelectual estrella"; se admite en tal definición a cualquier persona que brille con luz propia en uno o varios medios de comunicación. Naturalmente, el estudio, el conocimiento o la sabiduría no son exigencias relevantes para acceder a esta categoría en la que el brillo, sobre todo el brillo, sí es una condición necesaria. Si no brillas, ya te puedes llamar Dante Alighieri. Así, no es difícil encontrar hoy en día firmando un mismo manifiesto o apoyando una misma causa a personas de probada solvencia intelectual junto a gentes que se dedican a tirarse palabras a la cabeza o a las partes. En los Estados Unidos, pioneros en todo, ya hubo una actitud conocida con el eslogan "I'm good, You're good", que viene a querer decir que todas las opiniones valen lo mismo; lo cual la persona culta sabe que no es cierto y la inculta -que es la inventora y gran beneficiaria del eslogan- cree que sí, pero las opiniones no son codornices que repentinamente levantan el vuelo: o se fundan en un criterio o no valen un céntimo. Y el criterio se adquiere con paciencia, estudio e inteligencia, cualidades éstas que no adornan a todos por igual.

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Junto al "intelectual estrella" hay otro más sofisticado, pero tan moderno como él. Se trata del "intelectual que acude presuroso a la llamada". ¿Por qué acude siempre y tan presuroso?: porque es su negocio, sencillamente. Y esta actitud proviene de una doble perversión. Por un lado está el público que exige al intelectual; por otro, el deseo del tal intelectual de servir al público que tanto le quiere y al que tanto debe. La prueba del nueve que descubre a este intelectual es que nunca se coloca enfrente de lo que la gente le pide. Con ello se establece una relación perversa: el público anónimo lo que le pide al intelectual es que personalice y legitime su opinión. El pacto implícito es: "Ustedes me dicen lo que piensan de tal asunto y yo les devuelto su pensamiento legitimado por mi condición de intelectual". Este proceso de legitimación es el que automáticamente le concede un público amplio para su obra, para su negocio. Cada parte justifica a la otra.

El tercero es el "moralista acérrimo", enésima versión del lobo intolerante con piel de oveja atribulada, cuya labor de denuncia socio-político-económica es tan ostentosa como rabiosamente independiente. Sus invectivas lo convierten, por reacción, en la encarnación del bien, y alcanzado este remedo de santidad, de humilde pecador que se fustiga acongojado por los males del mundo, se viste la túnica de mártir justiciero y ya no se la quita ni para dormir. No hay injusticia en el mundo que no eche sobre nuestras espaldas ("Yo ya he denunciado; ahora, a ver qué hacéis vosotros") y es un verdadero maestro de la culpabilización del prójimo. Y por fin, en esta variada colección de novedades, aparece un último modelo de compromiso, que es el del "cándido ocasional", cuyas palabras son como semillas que lleva el viento para que germinen en prados de ingenuidad, inocencia, esperanza y buena voluntad; son como pastorcillos en medio de la barahúnda del mundo que se han acercado a mirar.

Aunque parezca un contrasentido, en el compromiso del intelectual lo que de verdad se aprecia hoy es la dependencia de la opinión establecida en cada caso por cada grupo social. La dependencia se acoge y la independencia se rechaza. Imaginemos a un intelectual progre -por razones históricas, los intelectuales se han comprometido con causas más cercanas a la izquierda tradicional que a la derecha perenne- que decide manifestar su opinión contraria a la adopción de niños por parejas homosexuales o su opinión favorable a la guerra del Golfo. Es evidente que podrá hacerlo en algún medio, pero es claro que suscitará un rechazo rotundo de aquellos que consideran que, por ejemplo, todo lo progre es bueno por el hecho de ser progre o que todo lo moderno es vindicable por el hecho de ser moderno. El intelectual comprometido de marras se verá arrojado a los infiernos de la traición o tachado de reaccionario. Tanto da cuáles fueren sus argumentos. ¿Por qué es así?: porque la gente tiende a pertenecer al gremio de los admiradores de las verdades indiscutibles. O sea, lo contrario que el intelectual, que es un tipo más bien insatisfecho.

El intelectual comprometido -figura que, tal como la conocemos, procede del Siglo de las Luces- es un tipo que se dedica a mover lo que ya está asentado, comido por la incertidumbre, y de difícil contentar. Lo que bien empieza en Voltaire, termina en Sartre -y hay que ver lo mal que termina-. Su origen fue el de dar voz a los sin voz en una sociedad de clases impermeable y de mayoría analfabeta e inculta. Hoy el intelectual comprometido es más bien un chinche que un héroe; o quizá, en el mejor de los casos, un chinche heroico. Porque, una vez más, el intelectual comprometido se convierte en una molestia tanto para los que practican la injusticia como para los que buscan la verdad con la sola intención de sentarse en ella y acomodar el trasero.El reconocimiento público está siempre reñido con la incomodidad. El compromiso ya ni es lo que llegó a ser hasta que se levantó el muro de Berlín ni ha dejado de agrietarse en el tiempo que media entre el levantamiento y la caída de aquél.

La antagonía de comienzos de este siglo ha venido a establecerse, pues, entre confusión y duda. Hoy lo más parecido a un intelectual comprometido es un sembrador de dudas y quizás a poco más pueda aspirar. El falso comprometido, en cambio, es un vendedor de certezas que se beneficia de la confusión reinante. La confusión reina esta vez gracias a la desinformación de la información y al abuso de los medios para imponer por repetición lo que niega la razón. La vieja manera de comprometerse se ha acabado, al menos en los países ricos. Queda una gente que asume riesgos personales reales (quien arriesga vida, posición o ingresos puede ser hasta un chalado, pero no suele ser un farsante). Y queda el comprometido con su pensamiento y su obra, que al fin y al cabo es lo suyo. El resto es farfolla de charlatanes y caraduras cultivados en tiempos de bonanza. Lo cual me recuerda una muestra de inteligencia y humor que oí de labios de un escritor de los que llamaríamos comprometidos a la antigua: "Es verdad que el dinero no da la felicidad, pero da algo tan parecido a la felicidad que sólo un especialista podría distinguirlo". Por ahí van los tiros.

José María Guelbenzu es escritor.

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