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Columna
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Picasso, lograr lo imposible

Tal vez los genios no deberían casarse, tener hijos, nietos, nueras. Ni la serpiente de la necesidad debería enredarse en la fronda de una niñez azul. Ni el hacha de la guerra partir los sueños por la mitad. Tal vez los genios no deberían producir tanto ni querer abarcarlo todo con la mirada de un siglo. Ni amar desesperadamente, repartiendo brochazos y mandobles alrededor. Pero entonces Picasso no sería lo que es. No habría producido más de 20.000 obras (se dice pronto) ni anegado una era con la sangre de sus heridas. Sería un modesto pintor provinciano, como lo fue su padre. Sin duda es de eso de lo que huyó siempre.

Hoy ya lo tenemos instalado en Málaga, como él quería. Como no quisieron las autoridades franquistas, temerosas de que "el gran mirón" (que le decía Alberti) les taladrara con sus ojos hasta el fondo de la ignominia. No era fácil enfrentarse a los ojos de Picasso. Es fama que dos fotógrafos de la categoría de Cartier-Bresson y Man Ray fracasaron. Las pupilas de sus cámaras como que fueron derretidas por las del pintor. Sólo André Villers, después de con-geniar con él muchos días, de descubrir el lado humano de aquel toro turbión, pudo.

El lado humano de Picasso. Este quizás sea el gran sentido del museo que se acaba de abrir. Refrescar las raíces del artista, alumbrar los rincones de su infancia. Intentar averiguar cuál fue la herida definitiva. Si el terremoto de 1884, justo al nacer su hermana Lola. Si las palomas hambrientas de la Plaza de la Merced (entonces de Riego, atención). Si la muerte de la hermana Conchita a los ocho años. O la debilidad por las mujeres, que llevaría a cometer tantos delirios, forjada en la convivencia infantil con el fru-fru de siete faldas malagueñas. O las ausencias del padre, con un doble trabajo mal pagado. Si el amor a la libertad que confieren el aire y la luz de la Ciudad del Paraíso.

Y el lado humano, demasiado humano, de la política. Hoy la gobiernan otros que tampoco han hecho gran cosa por este museo, aunque ahora se apretujan en la foto. Hasta 14 meses ha tardado el señor alcalde en conceder una triste licencia de derribo. (En lenguaje llano de una responsable de izquierda: "Ha emputecido el proyecto todo lo que ha podido"). La señora ministra de Educación y Cultura, muy decidora ella, amagaba hace unos días en Sevilla con dar un mordisco a la tarta, alegando que había tomado un par de cafés con Christine Picasso. Les duele que la generosidad ilimitada de esta mujer haya tenido siempre un destinatario inequívoco: la Junta de Andalucía. No otros. Y que este museo, en la obra civil, sea un reto personal de otra mujer, Carmen Calvo, que al fin ha confesado: "Lo hemos hecho porque no sabíamos que era imposible". Adaptar un palacio decrépito, comprar quince casas paredañas, buscar a sus dueños hasta con la policía, vencer herencias enmarañadas. Y toparse hasta con las ruinas fenicias de la ciudad. Cualquier cosa.

Pero si tanto mueve a los del PP a apuntarse algo, lo tienen muy fácil. Devuélvanle a la Plaza de la Merced el nombre que tenía cuando en ella nació y jugó el pintor. El nombre del general Riego, que es una de las maneras de decir libertad en Andalucía. A ver si tienen cojones.

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