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Columna
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¿Quiere España ser una gran potencia?

Andrés Ortega

Es discutible; pero así, en pleno espejismo, no lo conseguirá. Así significa: con un gasto militar del 1,3% del PIB, de los más bajos de Europa (y un paso, inevitable y deseable pero apresurado, al ejército profesional); con un servicio exterior exiguo (de los más reducidos de la UE en proporción a la población, no demasiado por encima de la España de Franco); con un gasto en I + D entre los de cola en la UE y con una política equivocada de alianzas. Ni siquiera sabemos, ni desde el Gobierno ni desde la oposición, sacar como país provecho de ese nodo internacional en movimiento constante que es Javier Solana, un español en el cargo de Alto Representante de la UE para la Política Exterior.

Ante el Ceseden, Aznar, en un gesto adanista, consideró que "por primera vez en largos años a España el rumbo de los acontecimientos no le pilla con el pie cambiado". La caída del muro en 1989, ni otros acontecimientos, pillaron a España en tal posición. Por el contrario, el Gobierno de entonces supo reaccionar con agilidad y acierto, lo que trajo sus réditos. En aquella ocasión, España apostó plenamente por la unificación alemana y por la unificación europea como dos caras de la misma moneda. El testamento político-militar de Aznar no revela nada nuevo, pues es lo que el presidente saliente del Gobierno ha ido diciendo en diversos foros, pero es la primera vez que se expresa tan clara y públicamente, y ante los militares. Cree en la grandeur de España, pero por no creer, no parece hacerlo ya en ninguna organización internacional, ni la ONU, ni la UE, ni siquiera en la OTAN (porque no le sacaron ninguna castaña del fuego ni en la crisis de Perejil -que, en esta visión, obliga a mantener una parte de defensa autónoma-, ni en la de Irak). Lo único es la relación bilateral con EE UU. Pero juntarse al fuerte no fortalece necesariamente al mediano. Hay abrazos asfixiantes.

Es una lectura radicalmente opuesta a la de los grandes europeos, que ven en Europa no una limitación, sino un multiplicador de potencia de sus países en un ejercicio colectivo del poder. Horas después de que Aznar se pronunciara a favor de la guerra preventiva (aunque limitada a algunos casos), los ministros de Asuntos Exteriores de Francia, Alemania y el Reino Unido hacían en Teherán una demostración de diplomacia preventiva, de lo que la Doctrina Solana llama "implicación preventiva" (pre-emptive engagement), para prevenir que Irán se dote de armamento nuclear. En otros tiempos, un ministro español podría haber estado con ellos. Francisco Fernández Ordóñez lo entendió bien, y quizás por ello ningún otro ministro de Asuntos Exteriores llegó a unas cotas no sólo inigualadas de popularidad personal en 1991 y 1992, sino también de percepción general de la mejoría de la posición de España respecto a diez años antes, como indican diversos sondeos. Sería necesario volver a apostar por Europa, por esa Europa tan presente en Teherán.

El interés y el grado de información de los españoles por la política internacional ha crecido espectacularmente desde 1990, según el último informe del INCIPE sobre "la opinión pública y la política exterior". Pero la sociedad española aparece dividida. El barómetro de junio pasado del Instituto Elcano indica que son más (47%) los satisfechos con la situación -"el poder y la influencia de España en el mundo está bien como está"-, que los que creen (42%) que debería aumentar. A los pobres alemanes se les acusaba antes de belicistas y ahora de pacifistas. Y esta sociedad española que se echó a la calle contra la guerra de Irak debe resultar cada vez más ingobernable a los gobernantes.

La potencia y la influencia, incluso en términos de soft power, se paga. Vale la pena que España la aumente, en modesta opinión del que escribe. Pero no es seguro que el el país siga. ¡Incomprendidos dirigentes!

aortega@elpais.es

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