La hojarasca
"No se valora el hecho de formar parte de un árbol". Así hablo a mi perro este domingo de otoño en el Parque del Oeste. "Muchos ciudadanos agradecen su sombra y el detalle de su brisa", le explico mientras caminamos por la hojarasca. "Pero en cuanto cambia la estación y se cumple la ley de Newton, les da igual que se desplome esa hoja que tanto apreciaron durante el verano porque acariciaba su piel quemada por el sol". Eso le digo con un puntazo de resentimiento que me parece legítimo: "Y no les importará plantar su bota encima, darle un puntapié o desgarrarla con la saña del que aplasta una cucaracha, pues en nuestra sociedad no hay consideración con el venido a menos".
Ahora mi perro desagua junto a un roble, y la definición que me resistía a pronunciar salta a la lengua: "Los que así se conducen son descreídos, y con su actitud refuerzan el poder de los que no creen en ellos". De este viejo tema de reflexión me saca el perro, no sé si se ha tragado el pendiente que busca esa mujer, le veo tan azarado como cuando masticaba la nieve de Xanadú. Cualquiera que observe su rostro contraído y su comportamiento errático tenderá a emparentarlo con los filósofos de la duda metódica. Más de una vez me lo han dicho los que son como él, y aunque me cuesta admitirlo, hay momentos, como ahora, en que su parecido es innegable. Se ha plantado en medio del parque y no se decide, parece a la espera de la orden que le ponga en movimiento. Aunque nada más recibirla, remoloneará o se rebelará, estoy seguro. "¿Sabrán esos apáticos a quién benefician con su abstención?", pregunto levantando los brazos como un director de orquesta. "Se llaman anarquistas, pero con su posición defienden a la clase dominante".
Confieso que nunca me han gustado los que aprovechan la paleta amarilla del otoño para evocar los tangos de la calle de Corrientes -o los boleros cantados bajo el manto de la luz crepuscular- y componer endecasílabos a la melancolía que ni siquiera como publicidad admiten los periódicos. Me recuerdan a los que se retiran al albergue de San Isidro por disconformidad con la maquinaria capitalista proclamando, a la manera de los cartujos, que su mayor tesoro es la pobreza. Rechazo esa sensibilidad pringosa que en su defensa de la bagatela deja el campo libre y la mesa puesta a los poderosos. "Flaco favor hacen a la causa progresista", insisto alejando al perro de los charcos, "cuando prefieren las pompas de jabón a lo que se construye entre todos sobre pilares consistentes".
"Menos retórica y más pragmatismo, ciudadanos", se me ocurre proponer en la calle del Marqués de Urquijo, pero sin levantar el tono para no asustar al perro. Y parece que mi voz atrae a las hojas que alfombran nuestra ruta. "Olvidemos el frenesí de los amantes y los suspiros de su boca de fresa, los ideales siderales, los altibajos de la bolsa, la espiral inflacionista y la hipertensión". El perro cruza frente al ambulatorio como si desfilara por una pasarela. "Olvidemos la espuma de la cerveza y la burbuja del cava", insisto, "el arpegio, el artificio y la acrobacia que se afianza en la atmósfera durante un segundo infinito".
Por embelesarse en mis palabras, el perro se hunde en un alcorque con un recital de aullidos. "Abre los ojos", murmuro al limpiarle de barro las patas, "y que lo sustancial se imponga a lo superfluo. Valoremos lo que se sitúa a ras de suelo; en concreto, esa hojarasca que en su juventud ingenua y para remordimiento de su madurez pretendió un destino superior al de ser hollada por el transeúnte".
Ato al perro para que no se desgracie y bruscamente tira de la correa, con lo que se me va de la cabeza lo que quería decirle. "¿Pero quién te has creído que eres", le riño, "para desplazarte por ese tapiz de hojas como si tu presente, e incluso tu futuro, no dependieran de dónde pones el pie?". E incitándole a que sosiegue y no tense mi brazo en nuestro paseo por Argüelles, adobo mis graves razones con la guinda sentimental: "¿Acaso te has propuesto ignorar la reivindicación de esas hojas, antaño florecientes y bien situadas? ¿No te basta pisarlas en esta mañana de domingo para sentir su protesta? No las desdeñes, que son el portavoz de tus intereses. ¿O no sabes que lo que les ha tocado a ellas te espera a ti?".
Estoy tan pendiente de mi discurso que paso de largo por casa y doblo la manzana precedido del perro, cada vez más firme en su derrotero. Hay más hojas que transeúntes, son infinitas, abruman. Pensando en ellas, exhorto a desconfiar de heroicidades y optar por lo que, aunque modesto y sin brillo, conviene al bien común. "Somos más", subrayo, "y lo que molesta a nuestros rivales no es la utopía, sino lo posible".
Como si hubiera llegado a su meta, el perro se arrima a una fachada y noto su mirada como una exigencia. Caigo en la cuenta entonces de lo que quiere decirme situándose ahí, a la puerta del colegio público, tal día como hoy, en que se celebran elecciones. Un aire suave introduce en el edificio a las hojas. El perro las sigue con mirada envidiosa. "No más palabras", recito el Diario de Pavese, "un gesto". Y, tras rogar al perro que aguarde, entro con ellas a votar.
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