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Los necios y los canallas

Rafael Argullol

Aparentemente, hechos como los siguientes no tienen nada que ver entre sí: la miseria en el uso del lenguaje, con una reducción cada vez más drástica del número de palabras empleadas; la omnipresencia casi divina de la publicidad, dominadora indiscutible de las retinas contemporáneas; la idolatría delirante respecto a jugadores de fútbol y de otros deportes no sólo remunerados de manera obscena, sino presentados como "héroes de nuestro tiempo"; el voyeurismo masivo, propiciado por la televisión aunque también por periódicos y revistas que admite, asimismo como "héroes" actuales, a individuos de la peor catadura mientras reduce al ciudadano a contemplador morboso de las sordideces ajenas; la inanidad de la vida pública, ajena a cualquier discusión de ideas, y cada vez más propicia a personajes que se aproximan al máximo representante europeo de estos días, Silvio Berlusconi; la vulgaridad e incluso el carácter soez de esta misma vida pública que, a falta de otras capacidades, representa bien la degradación de las conversaciones privadas; la adoración sin matices del dinero y las rebajas permanentes en la venta del alma; el erróneo y estúpidamente llamado hedonismo que alcanza observaciones tales como lo sucedido este verano en París, cuando su ayuntamiento no conseguía que los hijos acortaran sus vacaciones para enterrar a los padres; el desprecio de la muerte que ello lleva consigo, y el simétrico desprecio por la vida; la consagración de la figura del adolescente perpetuo como el recipiente idóneo de una irresponsabilidad también perpetua y de un "sentimentalismo sin sentimientos" que engrasa continuamente el gran engranaje del mercado; la comprensión de la política como puro pragmatismo en el que el cultivo de los intereses inmediatos invita a la amnesia sistemática; o, en fin, esa teología misérrima que apela a una tan estrecha concepción de lo divino y lo trascendente y que parece complacer por igual a los terroristas que sacrifican por la identidad y a los guerreros preventivos que sacrifican por su seguridad además, claro está, de por sus negocios.

Aparentemente todos estos hechos tienen poco en común. Sólo aparentemente, porque en realidad un hilo invisible -y, en ocasiones, bien visible- engarza las cuentas del collar con que se adorna el fantasma de nuestra época.

Pero ¿por qué fantasma de nuestra época? Por la sencilla razón de que prácticamente todos los fenómenos antes enumerados cruzan nuestra atmósfera cotidiana sin que acabemos de darles crédito suficiente. En otras palabras: no formarán parte de los "grandes temas" que se consideran necesarios para ganar unas elecciones. El fantasma está, por el momento, al margen de los principales programas electorales, pero no por eso está ausente de nuestras vidas. Ocurre, sin embargo, que su presencia es extraña, irregular, proteica, y su poder de encantamiento tan devastador que ha terminado por arrasar las palabras que podían definirlo.

Nos faltan, en efecto, palabras que describan con exactitud los síntomas de nuestra época. Quizá un mundo tan aplastantemente desequilibrado del lado de la imagen debía necesariamente quedar huérfano de palabras. A falta de ellas recurrimos al exabrupto o el murmullo, a la noticia espectacular o al olvido, pero, al parecer, ya no poseemos la capacidad verbal para la crítica y, en consecuencia, somos impotentes para describir la materia fantasmal que nos envuelve y nos mantiene brutalmente hechizados.

Frente a la imponente imagen de un mundo que va en la única dirección que puede ir nos sentimos desautorizados para ir en la dirección contraria. No porque a veces o en voz baja no nos sintamos insatisfechos del rumbo, sino porque nos faltan palabras para señalar en el mapa la travesía alternativa. Tenemos miedo de chocar con una utopía.

Pero lo cierto es que, dominados por ese miedo, mutilamos por completo nuestras posibilidades de deseo y aun de pensamientos. Arrastrados todavía por la tremenda catástrofe de las utopías ideológicas del siglo XX no nos atrevemos a recordar que la libertad consiste siempre en la posibilidad de ir en la dirección contraria. Sin tener en el horizonte del deseo y del pensamiento el no-lugar de la utopía es imposible vivir libremente en el lugar, supuestamente inconmovible, de la realidad. Si el dogmatismo utópico acarrea consecuencias funestas, el miedo a la utopía nos deja sin palabra, pues, en definitiva, la palabra circula siempre en el filo de la utopía.

No hace falta -seamos modestos y cautos- remover de nuevo en la República de Platón o en La Ciudad del Sol de Campanella, basta buscar una expresión para las sombras que los grandes focos de la actualidad no dejan entrever. Quizá llamar otra vez las cosas por su nombre es ahora la principal utopía que, con un poco de audacia, podríamos permitirnos. No sería poco, pues nos ayudaría a comprender el estatuto del fantasma de nuestra época.

De entrada no estaría mal nombrar al Innombrable. Llamar, por ejemplo, capitalismo al capitalismo -y no la "realidad", el "sistema" o, más castizamente, "lo que hay"- sería un ejercicio saludable que nos permitiría comprender el terreno en el que nos movemos o somos movidos sin creer que respiramos el aire de una abstracción. Así, junto a las sofisticadas imágenes de nuestra tecnología, recuperaríamos viejas palabras, como codicia.

No hay duda de que si nos atrevemos a hablar de codicia pronto nos atreveremos con otras viejas palabras que ahora permanecen en el desván de la conciencia. Y, al llamar las cosas por su nombre, tendremos fuertes intuiciones con respecto a la naturaleza del fantasma epocal. Sabremos cómo calificar la adoración del dinero, la fácil venta del alma, la idolatría obscenamente remunerada de "héroes de nuestro tiempo" que están muy lejos de ninguna ejemplaridad, la devaluación mercenaria de la política, la infamia moral de ese tétrico hedonismo que impide honrar la memoria de los muertos, la falsedad manifiesta de una sociedad que asume sin resistencia la brillante mentira de la publicidad, sabremos, llegado el caso, desenmascarar al sórdido ídolo que se esconde bajo la apelación divina de quienes matan o expolian "en el nombre de Dios".

No es fácil romper el encan-tamiento, como tampoco es poner nombres a las cosas cuando se ha perdido la costumbre -y el ánimo y la fuerza- de nombrar. Parece que el sortilegio no quiera ser roto desde ninguno de los bandos. Los que se sienten protegidos por el paraguas del Innombrable no tienen, por supuesto, ninguna tentación de quebrar una ley que nunca fue escrita pero que ellos proclaman como universal. Los otros han acabado creyendo tanto esa universalidad que, aun cuando desearan romperla, ya no se acuerdan de que nunca fue promulgada realmente una ley de este tipo. Les sucede como le sucedió a Massimo D'Alema, principal dirigente de la izquierda italiana, a lo que una espontánea le gritó: "Massimo, ¡di algo de izquierdas!"

Sin embargo, en ocasiones -en contadas y reveladoras ocasiones- alguien, como en los relatos de Kafka, por descuido o presunción, da un paso al frente y descubre crudamente el secreto. Esto pasó no hace mucho cuando, al tomar posesión de su cargo, el nuevo director de una importante cadena privada de televisión declaró: "La misión de la televisión es poner los espectadores a disposición de los anunciantes".

Era difícil encontrar una fórmula más concisa y más clara para desvelar la auténtica naturaleza del fantasma de nuestra época: la complicidad de los necios y los canallas. Los necios casi nunca saben que lo son y los canallas casi nunca reconocen serlo, pero unos y otros, alimentándose mutuamente, han acabado creyendo que en el mundo sólo hay lugar para ellos.

Rafael Argullol es escritor y filósofo.

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