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El enigma de la Casa Blanca

Cuando se despertó, conforme a sus costumbres, a la ceja del alba, el Presidente se aseguró de que las previsiones meteorológicas eran exactas: cielo despejado, temperaturas algo elevadas respecto a la estación. Después de asearse, se recogió unos minutos en el despacho donde su secretario depositaba en una bandeja el Pensamiento del Día, escrito por su consejero espiritual preferido. El de aquella benigna mañana de otoño refutaba las afirmaciones de un descreído sobre la armonía del Universo: "Sólo Dios mantiene su equilibrio velando por el orden perfecto de las rotaciones astrales. Sin Él, las estrellas toparían unas con otras y andarían a trompadas". La profundidad de la máxima le impresionó y la repitió entre sí hasta memorizarla. A continuación, atravesó los salones desiertos y se dirigió al portal en el que recibía a los dignatarios extranjeros a fin de cumplir el rito de su paseo con Leslie.

El perrito solía madrugar también y le aguardaba impaciente, moviendo el rabo. Al verle, brincaba en torno a él y expresaba su alegría de vivir con ladridos retozones y carreras traviesas. Pero aquella mañana funesta, Leslie no apareció. ¿Se habría quedado dormido después de su programada visita al instituto canino en donde desfogaba semanalmente sus ardores con alguna pupila en celo? Se encaminó a la perrera, situada en la linde del bosquecillo por el que acostumbraba a corretear. Leslie se hallaba tumbado junto a la entrada y, al divisarle, se alzó y lo examinó sin manifestar contento alguno. Al revés, bajó el rabo, enderezó las orejas, gruñó y prorrumpió en los ladridos que reservaba de ordinario para los desconocidos. En vano palmeó, chascó la lengua, silbó los primeros compases del himno y se inclinó para acariciarle el lomo. Leslie le enseñó los dientes, acentuó sus gruñidos y amagó morderle. Luego ladró, ladró y ladró.

¿Qué podía haberle ocurrido? El Presidente se enjugó el sudor y telefoneó al jefe de jardineros, con quien Leslie hacía buenas migas. La acogida irascible se repitió. Tampoco el ama de llaves, que lo había mimado desde que era un cachorrillo, obtuvo un recibimiento mejor. El grupo permanecía perplejo ante la cólera creciente del chucho, sin saber a qué santo encomendarse. ¿Le habría mordido un perro rabioso? Imposible, juraba el jefe de la seguridad presidencial: ningún animal ni humano habían penetrado en el recinto. El peluquero de Leslie, su veterinario de cabecera, el servicio doméstico, los guardias, todo el personal de plantilla, asistían consternados al espectáculo. El Presidente decidió informar a la Primera Dama. Tal vez ella...

El chasco fue total. Leslie intentó clavar sus dientes en la mano que pretendía amasarlo. Los asesores presidenciales y el consejero espiritual compartían su desolación. ¿Se trataba de una enajenación pasajera, de un trastorno mental transitorio, de un desdoblamiento síquico provocado por alguna droga introducida aposta en su dieta selecta? Los primeros análisis lo desmintieron: no había huella de virus ni droga algunos. El mal que aquejaba a Leslie era más insidioso e indetectable que las armas químicas y bacteriológicas, el tan temido recurso por los terroristas a los microorganismos de la viruela o el ántrax. ¿Una irradiación por láser u otro instrumento agresivo de precisión escalofriante? La idea de un posible adoctrinamiento o hipnosis por control remoto ganó adeptos. ¿De qué habían servido, en efecto, los sistemas ópticos de vigilancia, el circuito de cámaras fijas, las vallas de seguridad con sensores acústicos, el personal altamente especializado, toda esa costosa e inútil ingeniería disuasiva?

El temor a que el dominio del cerebro canino se extendiera a la mente humana y provocara un trastrueque similar les hizo estremecer de pánico. ¿Qué ocurriría si el Presidente, sus asesores y la Primera Dama se despertaran un día con el síndrome de un derrumbe moral inducido a distancia y proclamaran una perfecta comunión de ideas con los terroristas internacionales a los que supuestamente combatían?

Los asesores presidenciales aconsejaban que se sometiera a Leslie a un conjunto de pruebas medico-psíquicas como medida previa a todo plan de defensa. En consecuencia, decidieron proyectarle una serie de diapositivas en la sala en la que el Presidente y su esposa visionaban sus películas favoritas, a fin de registrar sus reacciones.

Empezaron con unas imágenes de los líderes de la vieja Europa, y el rictus de enfado de Leslie cedió paso a una expresión afable de simpatía y aprobación. Cuando apareció en la pantalla el Trío de las Azores, la mansedumbre y satisfacción desaparecieron: gruñó, enseñó los dientes y ladró hasta asfixiarse, presa de un convulsivo ataque de histeria. Las diapositivas del malvado de las Montañas Blancas y del déspota del bigote fueron acogidas, al contrario, con pequeños brincos de júbilo, y hubo que sujetarlo para que no se precipitara a su encuentro con cariños y arrumacos.

El Presidente convocó de inmediato el Consejo Nacional de Seguridad. Había que peinar a fondo el banco de datos de la totalidad del personal cercano a Leslie o que hubiera podido tener acceso a él -el peluquero, el veterinario de cabecera, el ama de llaves, el servicio doméstico, los jardineros, los guardias-, con el objeto de escrutar su origen étnico, lecturas, ideas, posibles conexiones con el enemigo. Luego envió un correo electrónico a los responsables de Defensa con instrucciones de conservar los elementos materiales que pudieran estar relacionados con la investigación: llamadas telefónicas, agendas, cartas, documentos. Paralelamente, la Agencia entró en acción. Unas horas más tarde le presentaron los primeros y alarmantes indicios: ¡ciento ochenta versiones electrónicas de un informe con las anotaciones de un topo asiduo de los lugares! Los mensajes contenían numerosas referencias a Leslie, sus gustos y hábitos, así como un plan detallado de los jardines de la Casa Blanca con la indicación del punto exacto de la perrera. La mayoría de los correos estaban escritos en árabe, farsi, urdu y otros idiomas de identificación más ardua, como el uzbeco, el azerí y varios dialectos afganos y norcaucásicos. Los traductores de la Agencia esclarecían el enrevesado babel sin descanso.

Nadie durmió aquella noche en el recinto del palacio presidencial: las luces permanecieron encendidas. Los debates fueron duros, aunque sin llegar, como se dijo, a enfrentamientos personales. ¿Qué actitud adoptar ante aquel repetido e imperdonable fallo de los servicios de inteligencia, que agravaría aún la desconfianza del electorado y arreciaría las críticas a sus descuidos y falta de previsión razonable? ¿Ocultarlo, y exponerse así al peligro de filtraciones mortíferas a la prensa? ¿O bien dirigirse de forma solemne a la nación con un discurso dramático sobre lo acaecido y la brusca amenaza de un nuevo tipo, imperceptible y sutil, que se cernía sobre los ciudadanos? Conforme a lo que se divulgó confidencialmente, se impuso la segunda opción. A los gastos exorbitantes del Escudo Antimisiles y las guerras preventivas había que agregar los de un sistema de protección contra la perturbación mental inducida a distancia, de un coste ingente y abrumador. Pero, ¿cómo convencer a un electorado receloso, después de dos años y pico de horrores, sustos y desengaños, de rascarse todavía los bolsillos?

Las discusiones prosiguen en secreto y se ignora de momento el resultado. Quedaba Leslie: ¿qué hacer con él entre tanto? ¿Difundir el vídeo acusatorio de su reacción amistosa a la vista de los tibios de la vieja Europa y sus manifestaciones de alborozo ante el terrorista internacional número uno y el fanfarrón de los mostachos? ¿Intentar una reeducación pluridisciplinar a cargo de una comisión de científicos, psicólogos y exorcistas? ¿Enviarlo también a Guantánamo?

Creemos saber que falleció: de muerte natural, según unos, y por inyección letal o irradiación remota, según otros; de acuerdo ambos, como quiera que sea, en la necesidad de suprimir a un testigo molesto y de asegurarse la buena gestión del caso.

Juan Goytisolo es escritor.

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