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Columna
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Región

La Unión Europea tiene en las regiones un reto permanente, cuya concepción se encuentra en permanente conflicto con los Estados como países miembro y únicos interlocutores válidos en la mecánica comunitaria actual. Nadie puede aventurar cómo puede ir evolucionando esta problemática con la inmediata incorporación de los nuevos países que a partir de 2004 formarán parte de la Unión Europea.

Recientemente he tenido la oportunidad de visitar la Bretaña francesa, una de las regiones que conserva como puede su identidad, en gran parte a causa de su postergación socioeconómica y a su situación geográfica que la ha alejado secularmente de los grandes circuitos de conexión franceses y europeos. Bretaña, de Mont St. Michel a Vannes y de Brest a Rennes, se abre a Europa como una auténtica área de vida en común, despegada de los lazos afectivos, pero que recoge los rasgos peninsulares. Región económica a partir de un sistema productivo más bien primario pero bien delimitado y una región sociológica plenamente integrada en el mundo celta donde el folclore y determinados rasgos atlánticos vinculan a gallegos, bretones, irlandeses, vascos, astures, cántabros y galeses.

Sin embargo resulta muy interesante en la realidad bretona la dinámica emprendida por su evolución como destino turístico. Controles urbanísticos, la posibilidad de preservar las líneas de mar al no dejar construir a menos de trescientos metros de la costa, la variedad gastronómica asequible, la unidad del paisaje y la voluntad constatable de una sociedad que pretende despegarse de aquella presunción de que los bretones en los ejércitos de Francia acababan sirviendo de carne de cañón en los frentes más comprometidos.

Históricamente Bretaña se ha defendido de Francia como nos lo recuerdan sus ciudades fortificadas del este y del sur. Las impresionantes siluetas de los castillos de Fougères y Vitré señalan los confines de una zona que se ha tenido que proteger de los franceses y cara al mar, de los británicos, de los piratas y de los corsarios. La población de Brest fue arrasada en la Segunda Guerra Mundial y frente a ella se encuentra la Punta de los Españoles, que algo irían a hacer por allí. No lejos, en Locronan, cuentan que se fabricaron los velámenes de la Armada Invencible. Este pueblo debería ser visitado por nuestros responsables turísticos para que tomen nota de cómo se restaura una población y se mantiene para que preserve su valor turístico para las próximas generaciones.

Es curioso que Bretaña ha sido tradicionalmente el refugio de personajes parisinos desde Chateaubriand, Madame de Sevigné y los pintores impresionistas, capitaneados por Paul Gauguin, quien encontró en Pont-Aven su lugar de inspiración y reposo. El santo valenciano Vicente Ferrer también quiso acabar sus días en Vannes, en cuya catedral está su tumba. Y toda Bretaña tiene ante sí el desafío de mantener el entorno dentro de su autenticidad, tal como debíamos haber hecho los valencianos para que no se destruyeran las posibilidades turísticas de la Comunidad Valenciana. Nuestros visitantes no seguirán viniendo eternamente a ver bloques de apartamentos, parques temáticos y desmadres urbanísticos. El desastre ya no se puede evitar, pero sí que es posible frenarlo. Sólo hace falta lucidez y valor.

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