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Columna
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¿El día de qué raza?

El presidente venezolano, Hugo Chávez, ha sido tajante y destemplado. El descubrimiento de América -histórico Día de la Raza- y hoy fiesta nacional española, con su consiguiente conquista, colonización, y grave derramamiento de sangre, es de recordación infausta para los latinoamericanos, porque, según el ex militar zambo, evoca un genocidio peor que el holocausto nazi.

El Quinto Centenario del Descubrimiento, en 1992, se celebró allende los mares con toda la obligada fanfarria oficial, pero con extensos parches de protesta popular, de los que no se hizo, quizá, en España suficiente caso. La estatua de Hernán Cortés, que el presidente López Portillo quiso elevar en su día en un lugar céntrico de México DF, tuvo que instalarse en un andurrial, medio oculta por el follaje circundante, aunque sí existe una avenida a nombre del conquistador en un zona muy respetable de la capital mexicana.

Lo más cómodo sería no replicar a lo que, patentemente, sólo es un exabrupto. Ningún historiador respetable aceptaría una comparación tan anacrónica entre acontecimientos del siglo XVI y de la mitad del XX, además de que ya está demostrado que la inmensa mayoría de las muertes de nativos americanos se produjo como consecuencia de la transmisión de enfermedades, contra las que los indígenas carecían de defensas inmunológicas. Pero eso no significa decir que España deba estar orgullosa de algunos aspectos de la colonización.

El racismo no se comprendía entonces de igual forma que en la actualidad, y la explotación del trabajo indígena hasta la extenuación era moneda corriente en la época, pero eso no lo hacía menos reprobable. Las Casas, aun admitiendo el derecho español a la conquista y evangelización, ya dijo lo que había que decir sobre las brutalidades sin fin que cometieron los súbditos de la Corona de Castilla, y otros lo hicieron sobre el sistema de castas que se estableció más tarde, que era una forma de apartheid anticipada, aunque un tanto más permeable en su movilidad social hacia arriba.

Lo que importa, sin embargo, es en qué puede afectar el sentimiento, cada día más fuerte en el indigenismo americano, que ha expresado Chávez a las relaciones entre España y el mundo que habla su lengua. Y es de temer que bastante.

Es ésa una disposición que crece y reclama sus derechos políticos de manera hasta violenta, como hoy puede verse en la insurrección boliviana; que ya subrayó la elección del mestizo Lucio Gutiérrez a la presidencia de Ecuador; y que es todo un elemento ambiental en Lima desde el mandato de Alberto Fujimori hasta el de Alejandro Toledo.

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Ese sentir produce, en sus bases populares, sueños de la razón como una alegoría que hoy recorre parajes de América Latina. Según esa conseja, la plata y el oro que los españoles se trajeron de ultramar eran sólo un préstamo que aquellas civilizaciones precolombinas hicieron a Europa, semejante, pero mucho más legítimo, al endeudamiento que los líderes latinoamericanos, en su inmensa mayoría de raíz española o general europea, contrajeron en los últimos 50 o más años con el mundo desarrollado, sin consultar, por supuesto, al pueblo aindiado. Y si esa cifra, de algunos centenares de toneladas de oro y muchos miles de millares de plata, se calculara durante los siglos transcurridos, incluso a un interés de amigo, la cifra que Europa le debería hoy a América Latina tendría algo así como 300 ceros. Es tan sólo una parábola, pero bien sabido es que la mitología inflama la imaginación mucho más que las obras de Kant.

Ante ello, parece que lo menos útil sería enzarzarse en un debate de dignidad ofendida. La España democrática no ha sido capaz de segregar una teoría de sí misma, como sí lo hizo la medio extinta España castellana del imperio. Y esta España democrática necesita, por ejemplo, libros de texto que se despeguen mucho más, cuando narran la implantación de lo español en América, de la visión, incluso de Altamira, que ha sido de uso corriente en los últimos dos siglos.

La fabricación de América es, cualquiera que sea el punto de vista desde el que se la juzgue, un hecho seminal de la historia, pero no ver en ella graves sombras sobre las que hoy es preciso dialogar sería un error, además de una injusticia.

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