Juego apasionante y macabro
¿Hay alguna forma de convivir con el "universo mórbido de la culpa", como indica el título del trabajo universitario que redacta uno de los personajes de esta zumbona, magnífica zambullida en la Francia burguesa y provincial, ese territorio físico, y sobre todo mental y emocional, tan del gusto del gran Claude Chabrol? Todo el metraje de esta película de resonancias baudelaireanas parece pensado para contestar a esta pregunta. Y para explicar, de paso y elípticamente, una buena parte de la historia de la Francia del siglo XX, con sus desgarros, sus colaboracionistas, sus resistentes antinazis, sus administradores del poder. Y sus ajustes de cuentas.
Desde esa primera secuencia, el largo travelling que nos hará descubrir, como por casualidad, nada menos que un cadáver, La flor del mal se ocupa de ir deshaciendo pacientemente la madeja de las relaciones, a menudo incestuosas, de esas dos familias entrelazadas por relaciones de amor y conveniencia, los Charpin-Vasseur, que protagonizan todo el metraje y que lo abarcan casi todo: tienen viñedos (estamos en la zona de Burdeos), laboratorios, farmacias; pagan estudios a sus vástagos para que se formen en EE UU, como marcan los cánones de hoy mismo; y hasta pretenden dedicarse a la política.
LA FLOR DEL MAL
Dirección: Claude Chabrol. Intérpretes: Nathalie Baye, Suzanne Flon, Benoît Magimel, Bernard Le Coq, Mélanie Doutey. Género: criminal. Francia, 2003. Duración: 105 minutos.
Con el tradicional dominio de las formas del thriller psicológico, que tan bien utiliza desde hace tantos años, Chabrol nos introduce en un juego apasionante y macabro. Un juego hecho de veladas sugerencias jamás explicitadas (el carácter donjuanesco del padre, un incesto que planea sobre la trama, el tipo de relación que une a la madre con su lugarteniente político), viejas acusaciones de asesinato que pesan sobre la narración como una sombra ominosa, nuevos asesinatos que vendrán a reparar, o tal vez no, otros anteriores...
El resultado es una película espléndidamente narrada, de menor enjundia moral que algunos de los grandes títulos del mejor Chabrol de los años noventa (como La ceremonia), es cierto, pero de una eficacia sociológica impresionante. Una historia con final abierto, en la que se nos invita a reflexionar sobre el papel de la justicia en una sociedad de clases, sobre las formas en que se teje la transmisión del poder, sobre las confusas fronteras entre vicios privados y públicas virtudes. Y tras cuya visión quedan en el aire tantos pesados, irresolubles enigmas.
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