Sid Bono y el teatro romano de Sagunto
Hace unas semanas asistí al I Simposi Internacional La llengua compartida: per una reflexió entre historiadors de la llengua, sociolegs i historiadors del mon contemporani que se celebra en La Nucia. Como se trataba de un simposio de intelectuales y no de dentistas, en vez de llevarnos a visitar Terra Mítica -que era lo pertinente- , nos invitaron a visitar la tumba de un místico árabe sita en una lozana colina en el valle de Guadalest, en los aledaños de Benifato. El finado en cuestión, de la familia de los Sid Bono, parece que tuvo notable influencia en algunas escuelas místicas árabes, apreciándose su impronta en algunos textos de Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz. Su tumba se convirtió hasta la expulsión de los moriscos en un lugar habitual de peregrinación que otorgaba baraka a los viajeros llegados de todo el mundo islámico. De todas formas no hagan mucho caso a la fidelidad de la descripción, ya que después de 50 minutos de paseo ascendente bajo el sol de julio a las cinco de la tarde, el ruido de mi resuello y el sudor que rebasaba sin complejos mis cejas, me impedía atender con precisión a la, supongo, magnífica exposición del profesor y arabista Francesc Cutillas. La cuestión es que allá arriba, a pesar de la importancia histórica del personaje, sólo se intuía una tosca sucesión de cascajos incrustados en una grada de piedras del bancal y esta austeridad escénica nos llevaba a algunas reflexiones sobre la naturaleza de los bienes patrimoniales. Así podemos considerar que los bienes patrimoniales se componen de tres dimensiones; por una parte los elementos tangible que lo materializan -aquel montón de piedras-, por otra los elementos discursivos que les dan sentido y los valorizan -la explicación del profesor- y finalmente los usos que de unos y otros realizamos
Las leyes de protección del patrimonio sin embargo parecen considerar como si la dimensión material tuviese existencia propia y al margen del relato y del modo de uso, y parece que preexiste de manera autónoma a ambos. Como expresa J. Mark Schuster (Preserving the Built Heritage. UP New England. 1997), creo que sería fácil consensuar la idea de que lo que hoy consideramos patrimonio material y que las leyes congelan para su preservación no es más que el resultado de la acción de culturas tradicionales con escasa consciencia de la Historia, en el sentido académico del término, y que han renovado, cambiado, sustituido y manipulado construcciones anteriores con plena confianza en las mejoras que estaban realizando y sin ningún sentimiento de pérdida cultural. La riqueza y diversidad patrimonial que nosotros admiramos en nuestros pueblos y ciudades es el resultado de la incoherente y descuidada actitud hacia la Historia de nuestros antepasados.
Aquí nos encontramos frente a una paradójica situación ya que el concepto moderno de preservación se sustenta en la ruptura del proceso orgánico de desarrollo cultural y en la obligación de preservar y transmitir en un grado de pureza absoluta el patrimonio recibido a las generaciones futuras. El paradigma de la "autenticidad histórica" -como si esto no fuera más que otra convención- y la prohibición de falsearla nos llevan al callejón sin salida de la sentencia sobre el Teatro Romano de Sagunto. La norma se convierte en este contexto en un valor supremo que parece que protege a un entorno patrimonial, otorgado aparentemente de manera ajena por los dioses, de nosotros mismos. Sin embargo el valor del patrimonio reside no tanto en su contenido material y su autenticidad histórica sino en los discursos, los relatos y los usos que se hacen de dicho patrimonio ciudadanos pasados y presentes más o menos consensuados en procesos sociales de construcción simbólica. El valor patrimonial del Teatro Romano de Sagunto a través de su uso es hoy notablemente superior al que tenía antes de la rehabilitación y la rehabilitación fue legítima en su procedimiento. A pesar de ello, colectivamente nos encontramos en la tesitura de tener que arruinarlo para cumplir una sentencia judicial y ello nos lleva a la conclusión de que o los jueces se equivocaron o la ley es un mala ley.
Es una falacia, supuestamente piadosa, pensar que el patrimonio es propiedad y derecho de las generaciones futuras y es otra falacia defender que su valoración como elemento de afección colectiva depende de su autenticidad histórica. En caso de aceptar el valor de la opinión de las generaciones futuras estaríamos aceptando la capacidad de decidir el presente de una generación futura ubicada casi en el infinito, ya que nuestros herederos también habrán de ceder su presente a la siguiente generación y así sucesivamente. Respecto a la conexión entre valor simbólico y autenticidad histórica huelga cualquier aclaración.
Así, en entornos democráticos maduros resulta inconcebible que los ciudadanos, a través del sistema de representación y en sistemas informados de decisión no puedan arbitrar sin cortapisas cómo reformar, reinventar, generar o incluso destruir sus elementos patrimoniales, es decir cómo utilizar sus recursos colectivos para la definición de su entramado simbólico y por ello resulta más chocante el paternalismo restrictivo de las leyes de protección del patrimonio. A pesar de la incongruencia resultante en el tema del Teatro Romano de Sagunto muy pocos han defendido que hay que cambiar la ley. Y no me refiero especialmente la Ley Valenciana o la Española, sino en general los axiomas sobre los que se asienta la legislación sobre protección del Patrimonio.
La tumba de Sid Bono hoy por hoy no tiene ningún valor patrimonial más que para media docena de arabistas de la Universidad de Alicante, a pesar de su autenticidad histórica y probablemente corresponderá a éstos difundir y convencer a través de los relatos (científicos pero relatos al fin y al cabo) de la significación de dicho personaje y de dicho entorno a la sombra de la sierra de Bernia. Pero somos los ciudadanos y nuestros representantes políticos los que hemos de retener la capacidad de decidir colectivamente si nos adherirnos afectivamente a dicho personaje y elevamos a bien patrimonial a ese montón de pedruscos (estaríamos creando un bien patrimonial) o por el contrario nos olvidamos de cascajos y nos vamos a Terra Mítica que allí sí que está bonito el coliseo romano de cartón piedra.
Pau Rausell pertenece al área de investigación en Economía Aplicada a la Cultura en la Universitat de Valencia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.