De fútbol, inmigrantes y clases de literatura
Los aficionados al fútbol seguro que aún recuerdan los resultados de la selección española en el último mundial, el celebrado en Japón y Corea. No en vano los medios de comunicación españoles siguieron muy de cerca cada entrenamiento, cada partido del equipo que entonces dirigía José Antonio Camacho, tal y como habían hecho cuatro años antes, ocho, doce... Sin embargo, a algunos, lo que nos sorprendió fue precisamente eso: que la cobertura informativa del Mundial de 2002 fuera idéntica a la de ediciones anteriores. Periodistas y comentaristas parecían ajenos a los cambios operados en el seno de la sociedad española en los últimos cuatro años. La selección de Ecuador, por ejemplo, participaba también en ese campeonato; si son decenas de miles los ecuatorianos que actualmente viven en España, ¿no denotaba una falta de reconocimiento y de sensibilidad hacia ellos el hecho de que ni en los telediarios, ni en los programas deportivos de radio y televisión, ni en las secciones deportivas de los periódicos se dedicara una atención especial a su equipo?
Ante una sociedad crecientemente multicultural, es momento de que nos planteemos qué modelo de sociedad queremos construir. ¿Qué pretendemos, uniformizar o dialogar? En el primer caso, diremos a los recién llegados: "Éstas son nuestras señas de identidad. Si quieren integrarse en nuestro suelo, asúmanlas". En el segundo, sin renunciar a mostrar las diversas coordenadas que conforman nuestra identidad colectiva, preguntaremos también a nuestros interlocutores por las suyas, para que sea así, desde el (re)conocimiento mutuo, como construyamos, juntos, un proyecto común fruto de este intercambio. Y en esta alternativa -conscientemente simplificada- corresponde a la escuela y a los medios de comunicación un papel decisivo.
Vayamos, pues, con la escuela. Dejaré de lado -y ya es mucho dejar-, que para quienes aspiramos a un modelo de sociedad más justa y cohesionada que el actual, cada aula, cada colegio, cada instituto, debería ser en sí mismo un microcosmos del conjunto de la sociedad española. Dejaré de lado -y ya es mucho dejar- la extraordinaria falta de medios materiales y humanos con que se está haciendo frente al constante flujo de alumnado inmigrante sobre la escuela pública. Dejaré de lado los esfuerzos de quienes tratan de aproximarse y echar una mano a esos niños y niñas que, sin conocer apenas nuestra lengua, aparecen de un día para otro en nuestras aulas. Se ponen en marcha programas de acogida, grupos de inmersión lingüística, encuentros gastronómicos... Pero esto no basta. Si no modificamos realmente las estructuras educativas, esta aparente pluralidad será meramente superficial: habrá siempre unos grupos dominantes y otros en clara situación de inferioridad de la que difícilmente podrán salir.
¿A qué estructuras me refiero? Por ejemplo, a los currículos. Y como lo mío es la literatura, me centraré en los insuficientemente debatidos de la asignatura Lengua Castellana y Literatura. Recordarán que la Ley Orgánica de Ordenación General del Sistema Educativo (LOGSE) impulsó un modelo de currículo abierto y flexible, gracias al cual cada equipo docente tenía autonomía para adaptarlo al entorno preciso en que desempeñaba su tarea educativa. De este modo, y puesto que uno de los objetivos de la asignatura en la ESO era la educación literaria del alumnado, se abría la posibilidad de una revisión crítica del canon literario escolar centrada -al fin- en el lector o lectora a quien dicho canon va destinado.
Sin embargo, la publicación de los nuevos currículos de la asignatura de Castellano ha acabado con esta ilusión. Desde el Ministerio de Educación se ha vuelto a una prescripción pormenorizada de lo que debe ser objeto de estudio en cada curso, y nos las vemos otra vez con unos programas enciclopédicos en los que a los contenidos de siempre se suman otros nuevos. Entre un sinfín de epígrafes relativos a las más diversas disciplinas filológicas, se despliega un exhaustivo listado de los autores y obras más destacados de la literatura española.
Hagamos un poco de historia: en cada momento, la enseñanza de la literatura ha respondido a un para qué. Hasta el siglo XVIII, en las asignaturas de Poética y Retórica, los textos, tomados de entre los mejores autores de la literatura occidental, servían para ilustrar las figuras con que debía adornarse el estilo literario o los recursos de un buen orador. No es, por tanto, hasta el siglo XIX, con los nacionalismos de cuño romántico, cuando comienzan a escribirse, y a trasladarse al ámbito escolar, las historias de las literaturas nacionales: así en Francia, en Italia, en España. La función de las clases de literatura, como la de todo el sistema educativo, no será otra que la de de forjar una conciencia nacional en los ciudadanos. Estos programas se han mantenido, con ligeras variaciones, desde la escuela primaria a la universidad durante casi dos centurias. Cruzado el umbral del siglo XXI parece el momento de preguntarse si éste debe seguir siendo el objetivo esencial de las clases de literatura en los niveles no universitarios.
Porque si de lo que se trata es, entre otras cosas, de "favorecer la inserción del individuo en su propia tradición cultural", quizá habría que empezar revisando la imagen que de ésta nos han transmitido la historiografía literaria y la historiografía a secas. En segundo lugar, tal vez debiéramos tomar como punto de referencia no tanto el canon literario nacional como el canon occidental, lo que nos permitiría abrir las posibilidades de selección de aquellos textos con los que los adolescentes pueden entablar un diálogo más fecundo. Pero es que además debiéramos preguntarnos acaso si no empiezan a formar parte de nuestras señas de identidad colectiva las tradiciones culturales de quienes semana a semana vienen incorporándose a nuestros colegios e institutos desde las más diversas procedencias geográficas. ¿No sería posible configurar "constelaciones literarias" que tuvieran en cuenta unas tradiciones y otras? Ello permitiría, a los alumnos llegados de fuera, contar con puentes para acceder al patrimonio literario español, y a los nacidos y crecidos aquí, prepararse para vivir en un mundo mestizo en que el diálogo con el otro nos obliga también a una transformación interior, a una actitud más abierta y receptiva.
De nuevo, como en el ejemplo del fútbol, podemos optar entre la pretensión de uniformizar -con las inexorables fracturas internas que esta imposición provocará-, o la voluntad de conocer, de dialogar, de intercambiar. Si es una regla de la más elemental cortesía mostrar interés por los asuntos de nuestro interlocutor, buscar parcelas comunes o aficiones análogas, ¿por qué desde nuestras instituciones se niega al otro la palabra, se pretende obviar incluso su presencia y se le obliga, de facto, a renunciar a todo un pasado que le es tan precioso como a nosotros el nuestro, como si eso aquí careciera de valor de cambio, y hubiera de reservarlo para los ámbitos más estrictamente privados?
Para quienes creemos firmemente que desde la educación se prefigura el futuro de las sociedades, y que es desde ella desde donde ha de comenzar la transformación de un mundo hoy por hoy terriblemente injusto e insolidario, urge abrir un debate en torno a los contenidos literarios de la escuela, antes de discutir si necesitamos más o menos horas.
Guadalupe Jover es profesora de Lengua Castellana y Literatura en el IES Azorín de Elda / Petrer (Alicante).
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