La desconfianza de la cultura
Pujol ha concebido la creación como medio de la identidad y escenario del contraste político
"Defender la identidad de cada uno, con todas las herramientas que se tienen a mano y entre éstas muy especialmente la cultura, es la mejor garantía para defender la identidad de cada pueblo y de cada cultura en un mundo global". Jordi Pujol pronunció esta frase el 15 de septiembre de 2002 en el Teatre Nacional de Catalunya, durante la entrega de los premios nacionales de Cultura, acto que el presidente de la Generalitat ha solido utilizar para lanzar sus mensajes sobre la creación artística.
La afirmación supone una idea de la cultura como herramienta para defenderse a sí misma de la globalización. Es a la vez medio y fin, y en ese fin abraza un valor superior: la identidad colectiva. Esta supeditación de la cultura a la defensa de la identidad, de raíz romántica, ha estado en la base de la actuación de la Generalitat, y ha comportado otras asimilaciones en detrimento de la autonomía: por ejemplo, la automática identificación de la cultura con la lengua. En los discursos de Pujol una y otra han formado un binomio indisoluble. Pero si, más o menos acertada, ha habido una política lingüística (véase EL PAÍS de ayer), las iniciativas en política cultural han sido mucho más difusas. La literatura, las artes plásticas, el cine, el teatro, nunca han sido territorios en los que Pujol se haya sentido cómodo. La procedencia mayoritaria de los principales agentes del antifranquismo de izquierdas generó desde primera hora en el presidente una desconfianza nunca resuelta.
Si la política lingüística siempre constituyó un lugar de consenso, la cultura se encerró en el resistencialismo excluyente
Es cierto, los recursos que la Generalitat ha destinado a la cultura han crecido a lo largo de los años. Si el presupuesto que manejaba Joan Rigol (1984-1985) rondaba los 5.000 millones de pesetas, hoy es ocho veces mayor: 242.307.000 euros es la cifra que figura en el proyecto de Presupuestos de la Generalitat para 2003, el 6,6% más que el del ejercicio anterior. El incremento total del presupuesto a lo largo de la última legislatura habrá sido así del 29% (véase el cuadro adjunto). Por poner otro ejemplo de crecimiento: si en 1995 la Generalitat gastó en promoción del libro 3.339.000 euros, en 2000 destinó a ese fin 4.629.000, según fuentes del propio departamento.
Pero este crecimiento sostenido no ha logrado borrar las contradicciones iniciales. En la primera consejería, presidida por Max Cahner (1980-1984), recalaron no sólo los asuntos culturales, sino también los lingüísticos. Estos últimos, dirigidos por la finura intelectual de Aina Moll, fueron entendidos enseguida como un lugar político en el que resultaría imposible avanzar si no era a partir del consenso de todos los partidos, y en este sentido pasaron a ser competencia del Parlament casi más que del propio departamento. En cambio, la cultura se encerró en un reducto resistencialista. Y ahí empezó a abrirse la brecha, nunca colmada, de la exclusión, la negativa a considerar como integrantes de la cultura catalana no ya únicamente a los escritores catalanes en lengua castellana, sino también a los de expresión catalana sospechosos de tibieza patriótica: el caso de Josep Pla, ninguneado por la oficialidad cultural, encabeza el triste capítulo.
En ese mismo periodo se produce otro hecho significativo que conviene citar por la semilla que planta: la crisis del Liceo como entidad privada y la constitución, en 1981, del primer consorcio de la entidad, integrado por la Generalitat, el Ayuntamiento de Barcelona y la Sociedad de Propietarios. Tras el triunfo socialista en 1982, Javier Solana diseñó desde el Ministerio de Cultura un plan para convertir Madrid en una gran capital cultural. Su proyecto no incluía sin embargo la ópera: en ese terreno otra ciudad, Barcelona, ostentaba la capitalidad española, y así lo venía a reconocer el ministro cuando planteó la temprana entrada de su departamento en el consorcio, sumido en la crisis por un déficit creciente. La respuesta que obtuvo fue negativa: Pujol tronó ante la supuesta amenaza que eso representaba para la catalanidad del Liceo. No fue hasta 1990, dentro de los pactos entre Joan Guitart y Jorge Semprún para las infraestructuras culturales, que el ministerio accedió finalmente al consorcio. Se había perdido más de un lustro. Por la época se hablaba ya de la reconversión del Teatro Real en escenario lírico, proyecto que una vez hecho realidad no sólo no ha mermado, sino que ha potenciado la ópera barcelonesa por la vía de las coproducciones.
Esa catalanidad, defendida a capa y espada por Pujol en la década de 1980, devendría fiebre por lo nacional en la de 1990: Teatre Nacional de Catalunya, Orquestra Simfònica de Barcelona i Nacional de Catalunya, Museo de Historia de Cataluña, Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC). Pujol perfilaba, 40 años más tarde, un modelo à la De Gaulle para la cultura, pero sin contar con un André Malraux para dirigirlo. Estimulado por la piedra más que por el proyecto que ésta debía albergar, creaba un teatro nacional al que no dotaba de una compañía estable, como habría implicado la fidelidad al modelo francés (hoy por lo demás con serios problemas de supervivencia), y un museo de historia virtual sin patrimonio propio, cuando el mejor patrimonio de que dispone Cataluña para explicarse todavía no puede verse completo. El MNAC figurará como un fracaso sin paliativos de estos años: Pujol deja de ser presidente sin verlo inaugurado. De nuevo ahí el síndrome Liceo hizo acto de presencia, pero corregido y aumentado por el paso de los años. Cerrado el museo durante años, la negativa a que el ministerio, aun contribuyendo a financiar la reforma, tuviera representación en el patronato ha motivado sucesivos retrasos de las obras. La firma del último convenio, en julio de 2002, resuelve parcialmente la cuestión: el ministerio tiene ahora tres representantes; eso sí, designados por la Generalitat y ocupan plazas cedidas por el Ayuntamiento. Barcelona ha constituido un escollo tradicional para el pujolismo, pero fuera de la ciudad la Generalitat ha llevado a cabo algunas iniciativas relevantes en la preservación del patrimonio: por poner dos ejemplos recientes, el nuevo Museo Episcopal de Vic y la restauración de la Seu Vella de Lleida.
Hubo con todo un periodo en el que las relaciones con Madrid atravesaron por un momento razonable que dio buenos resultados: fue el encuentro entre el consejero Guitart (1988-1996) y el ministro Semprún. La voluntad pactista del primero y la sensibilidad catalana del segundo permitieron por ejemplo acordar sin estridencias el reparto del legado de Salvador Dalí: 56 obras para Madrid y 134 para Cataluña, bien es cierto que las primeras de mejor calidad que las segundas, más numerosas.
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