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Estados Unidos, en la construcción de Europa

Salta a la vista el malestar de todos aquellos que apoyaron la intervención anglo-americana en Irak, al comprobar la falsedad de los pretextos con los que se justificó - no es fácil seguir afirmando que de buena fe creyeron lo que parecía increíble al menos sagaz- y, sobre todo, una vez que se han confirmado gran parte de los pronósticos que se avanzaron sobre las consecuencias que cabía esperar. La seguridad internacional ha empeorado y nos hemos alejado de una solución en el conflicto palestino-israelí, clave para una reestructuración de todo el Oriente Medio, sin duda la región del mundo con mayor valor estratégico en la actualidad. El hecho es que el terrorismo se extiende a nuevos países (Irak, Pakistán, Marruecos, Arabia Saudí), a la vez que la proliferación de armas de destrucción masiva ha recibido nuevo impulso, al quedar constancia de que si Irak las hubiera tenido, la agresión no hubiera resultado tan cómoda. Se comprende que los que la aplaudieron se enroquen en el argumento de que no hay que enzarzarse en discusiones estériles sobre un pasado ya irremediable, sino mirar adelante desde la preocupación que todos compartimos de que si a la larga Estados Unidos perdiera esta guerra, como la Unión Soviética después de 10 años perdió la de Afganistán, el perjudicado esta vez sería Occidente, tomado el concepto en el sentido político que nos incluye.

Advertencia que, por oportuna que sea, sólo con algunas matizaciones debe asumirse. Si los políticos que conscientemente engañaron a sus pueblos, por muy justificados que en virtud de los intereses más altos del Estado se creyeran, pagasen un precio por su manifiesta desconsideración del derecho y limpio juego democrático, tal vez sirviera para que en el futuro se hicieran más raros este tipo de comportamientos, o en el caso de que realmente hubieran creído las historias que les contaron, para que no fuesen tan fácilmente manipulables. La verdadera cultura democrática se manifiesta en la capacidad que sociedad e instituciones muestren a la hora de pedir cuentas a los gobernantes a los que se les ha pillado mintiendo. No hay que insistir en que en este punto ha quedado bien patente la distancia enorme que separa a España del Reino Unido, e incluso de EE UU.

Es menester, además, perseverar en la operación de limpieza y clarificación porque importa desterrar una acusación que ha formulado el Gobierno de Estados Unidos, y que han hecho suya sus adláteres y seguidores, en el sentido de que los que se mostraron críticos con la guerra lo hacían por un antiamericanismo visceral que en Europa uniría a la extrema izquierda con la extrema derecha. En el colmo de la arrogancia, el Gobierno de Estados Unidos llegó a proclamar que "el que no esté conmigo está contra mí", cuando en realidad se puede estar muy bien contra la política de la actual Administración y no sólo respetar como se merece al pueblo norteamericano, sino incluso compartir la idea de que sin la hegemonía de Estados Unidos no cabe hoy por hoy un orden mundial que funcione. Pero aceptar lo obvio no debe implicar que se renuncie a criterios propios y se deje de criticar lo que sea erróneo o reprobable, y la guerra de Irak ha sido lo uno y lo otro. No se puede pasar de página sin antes superar el sofisma de que los que no siguen los pasos, por extraños o irracionales que sean, del presidente norteamericano de turno, están infectados de la grave dolencia del antiamericanismo. Todo lo contrario, los amigos verdaderos se distinguen por advertirnos cuando estamos al borde del abismo.

Los que hemos sido críticos con la política que la Administración de Bush ha realizado desde el 11 de septiembre topamos ahora con un dilema difícil de solventar. De ningún modo nos conviene que Estados Unidos fracase en el Oriente Medio, pero, pese a las responsabilidades que competen a los europeos en la región, tampoco parece fácil en las actuales circunstancias prestar las ayudas oportunas. Y ello, en primer lugar, debido a que la Administración norteamericana no se ha distanciado de un concepto, el de guerra preventiva, que resulta por completo inaceptable -atañe al Estado de derecho y al derecho internacional, valores fundamentales en los que creemos-, a la vez que contraproducente para la seguridad mundial. Y el tema no se arregla confundiendo medidas preventivas contra el terrorismo, que siempre se han tomado y deben seguir aplicándose, con la guerra preventiva. El belicismo, al albur de la voluntad de una clique en el poder, como principio indiscriminado, supone el grado más alto de inseguridad colectiva. Muchos no dejamos de albergar la esperanza de que el actual caos en Irak podría facilitar en el 2004 el cambio político que devolviera a Estados Unidos a la senda del multilateralismo. No olvidemos que fueron ellos los que la iniciaron, acabada la Primera Guerra Mundial (los 14 puntos de Wilson), y sobre todo después de la Segunda, con la Carta de Naciones Unidas. Los amigos únicamente les pedimos que sean fieles a esta honrosa tradición. Al fin y al cabo, los ideales democráticos del pueblo americano sólo pueden convertirse en realidad en un mundo que se rigiera por relaciones democráticas entre los pueblos y los Estados.

Con todo, el aspecto más correoso con el que tienen que lidiar los europeos que se apuntaron a legitimar la agresión angloamericana en Irak es la ruptura que provocaron en la Unión Europea, y que, aunque los gobiernos traten de sumergirla en la zona de invisibilidad, tardaremos mucho en recomponer. La guerra de Irak ha puesto de manifiesto, no sólo que no existe una política exterior y de seguridad común, por mucho que, conscientes de su necesidad, hayamos empezado a diseñarla, es que en sus relaciones con Estados Unidos, por exigua que sea la presión externa, la Unión Europea tiende a quebrarse. No vale echarse mutuamente la culpa, cada país de la Unión se posicionó frente a la guerra sin preocuparse de la actitud de los demás socios. No me canso de repetir que la fragilidad de Europa radica en que todos los países de la Unión, sin excepción, consideran las relaciones bilaterales con Estados Unidos más importantes que las que mantienen entre sí o con las instituciones comunitarias. En el verano del 2002, el canciller alemán, con el agua al cuello, y nunca mejor dicho, recuerden las inundaciones, por motivoselectoralistas proclama que Alemania no se dejaría arrastrar a una guerra en Irak. Se trataba de arrebatar la bandera de la paz a la competencia de izquierda, el partido del socialismo democrático (PDS), en su único bastión, la antigua Alemania Oriental. La operación surte efecto y la coalición rojiverde gana las eleccionepor los pelos, con el regalo adicional de que el SPD se libra de un grupo parlamentario a su izquierda que se proclama el auténtico representante del socialismo democrático. El desmontaje del Estado de bienestar sería hoy aún más difícil con la presencia de un grupo parlamentario del PDS. Una vez conseguido el objetivo principal, mantenerse en el poder, el canciller Schröder acude de inmediato a Londres para pedir a su amigo Tony Blair que interceda ante los americanos. Es obvio que Alemania no puede (para su defensa depende por completo de EE UU), pero tampoco quiere distanciarse de la potencia amiga; lo único que pide es alguna comprensión para que puedan perseguir intereses vitales -y para un partido político no hay mayor que seguir gobernando- sin que por ello se cuestione su fidelidad.

El que quiera entender la crisis que en la Unión Europea provoca la guerra de Irak, además de fijar la atención en los actores europeos (cada cual persigue intereses propios, sin que se vislumbre un horizonte común europeo, causa de nuestra gran debilidad), tiene que echar también una mirada a Estados Unidos. Lo primero que se observa es que mantiene relaciones bilaterales tan sólo con los Estados miembros; de hecho, no reconoce a las instituciones comunitarias, el alto representante para la política exterior no existe para ellos, por lo que no ha de extrañar que no jugase papel alguno. Lo grave es que los europeos lo acepten de buen grado, sin que les preocupe lo que piensen los demás socios en las cuestiones centrales de la política exterior, y muy en particular cuando se trata de las relaciones con la potencia hegemónica. Así están las cosas, pero así no pueden continuar; un efecto colateral de la crisis es haberlo puesto de manifiesto.

Aparecen resquebrajaduras en las relaciones transatlánticas que ya no se pueden seguir ocultando, pero también grietas importantes en el interior de la Unión, que se detectan, justamente, en un momento muy delicado de la construcción europea, cuando la última ampliación aún no ha develado las trampas y peligros que habrá que sortear para salir adelante. Fisuras que, si queremos que un día no se desplome el edificio, es necesario desde ya impedir que vayan agrandándose. La cuestión no es tanto buscar culpables a este o al otro lado del Atlántico, que los hay (es evidente que Estados Unidos ha practicado en Europa una política de divide e impera, magnificando las diferencias con algunos y simulando una amistad bastante artificial con otros), sino diseñar una política que refuerce la Unión por el único camino factible, logrando una relación satisfactoria para ambas partes del Atlántico.

No cabe construir Europa contra Estados Unidos; el que lo intentara sólo conseguiría hacerla saltar en mil pedazos -no conozco a nadie responsable que lo tenga en mente-, pero tampoco seguir construyéndola desde la dependencia que impuso la "guerra fría". Nada tan urgente como establecer una relación nueva entre ambas orillas del Atlántico, lo que supone, y ahí radica la mayor dificultad, una reestructuración de la Alianza Atlántica y demás organizaciones internacionales en las que participan Estados Unidos y Europa. Importa tener muy presente que la integración política de Europa no puede llevarse adelante sin un consenso mínimo con Estados Unidos, entendiendo que la renovación de las relaciones con Estados Unidos y una política común europea, exterior y de defensa, son procesos interdependientes. El fin de la "guerra fría" y la aparición del euro han demolido las antiguas relaciones que es preciso reformular, navegando con la máxima precaución dentro del estrecho margen que deja la satelización, por un lado, y el enfrentamiento, por otro.

La garantía de que tal vez se llegue a una solución consensuada es que a la larga conviene a ambas partes, cada vez más entroncadas económica y socialmente. Unas relaciones de amistad, no de supeditación, entre Estados Unidos y Europa se corresponden con los intereses básicos de ambas partes. Ahora bien, mientras no exista un proyecto europeo no podremos negociarlo con Estados Unidos, y somos los europeos los únicos culpables de que no hayamos sido capaces de pergeñarlo, aunque Estados Unidos haya contribuido indirectamente, al dejar de apoyar el proceso de integración, colocando más bien piedras en el camino. A pesar de todo, hicimos el euro sin su consentimiento, incluso con su clara oposición y, por mucho que cuestione la primacía del dólar, ha salido adelante. De la misma manera tenemos que hilvanar una política de defensa y una política exterior propias, que si lo son realmente, no pueden contar con la adhesión plena de Estados Unidos, pero tampoco con una oposición total que las haría inalcanzables. Si llegásemos a un enfrentamiento, Estados Unidos podría hacer saltar la Unión Europea, pero es el resultado que menos les conviene. Los europeos queremos una Europa tan independiente como sea posible, como Estados Unidos una Europa dependiente en lo que quepa. Entre estas dos posiciones hay trecho para el acuerdo; la confianza de que al final lo conseguiremos se basa en que una Europa fuerte y unida es lo que, en fin de cuentas, más conviene a Estados Unidos. En la construcción de Europa en su fase más delicada desempeñan un papel central las relaciones con Estados Unidos; el que por fin todos se hayan dado por enterados es sin duda el aporte principal de la crisis de Irak.

Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.

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