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Reportaje:

La 'depresión' portuguesa

Los escándalos y la dura realidad económica deshacen el sueño de que se había creado un país rico y moderno

Una joven de 18 años provocó esta semana una crisis política en Portugal y logró dañar por primera vez las estructuras del Gobierno liberal del primer ministro, José Manuel Durão Barroso, en el poder desde abril de 2002. Al hacer lo que tantos portugueses -pedir un enchufe-, Diana llevó a la dimisión a dos ministros e hirió al mismo Ejecutivo que había superado casi ileso pruebas tan duras como los violentos incendios del pasado verano, que calcinaron un 5% el territorio; la muerte de 1.316 personas por la ola de calor, y la recesión de la economía.

La historia de Diana podría haberse quedado en una anécdota. Hija del ministro de Exteriores, António Martins da Cruz, Diana logró una plaza en una facultad de Medicina de Lisboa sin hacer los exámenes necesarios y sin la nota mínima, tras una petición al ministro de Enseñanza Superior, Pedro Lynce. Éste dimitió el 3 de octubre, tras revelar el caso una televisión privada. Martins da Cruz tardó cinco días más en hacerlo, después de conocerse que un secretario de Estado de su ministerio y el jefe de gabinete de Lynce intentaron cambiar la ley para favorecer a Diana, antes de la petición al ministro de Enseñanza. La Fiscalía General anunció ayer que investigará este trato de favor.

Con Durão Barroso, Portugal se enteró de que no era el país rico y moderno que creía
"Este caso hiere al Gobierno en su mayor capital, la imagen de rigor", dice un analista

El caso ganó dimensión porque sucedió en un momento de especial sensibilidad de la opinión pública, y con un Gobierno que podría aguantarlo todo menos ser acusado de tráfico de influencias. "Este caso hiere al Gobierno en su mayor capital político: la imagen de rigor, racionalidad y transparencia que impuso y que hizo que los portugueses estuviesen dispuestos a hacer los sacrificios pedidos por el primer ministro para solucionar los problemas económicos del país", afirma Pedro Magalhães, politólogo.

Cuando Durão Barroso llegó al poder, Portugal se enteró de que, tras 28 años de democracia y 15 en la UE, no era el país moderno y rico que creyó ser la década anterior. Las cuentas públicas estaban totalmente descontroladas, y el modelo económico, agotado por el constante aplazamiento de reformas estructurales. Durão insistió en que la culpa la tenían los dos gobiernos anteriores del socialista António Guterres, a quien acusó de no conducir el país y dejarlo seguir al sabor del populismo y, muchas veces, de los intereses personales y ambiciones de sus ministros.

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Pero el Gobierno se comprometió a arreglarlo todo. Para eso, pidió enormes sacrificios a los portugueses para cumplir la exigencia europea de mantener el déficit público debajo del 3% del PIB, y no perder los fondos estructurales de los que tanto depende la economía portuguesa. Suspendió las inversiones y aumentó los impuestos, al tiempo que anunció importantes reformas en la Administración pública y en las leyes laborales. La economía portuguesa, muy dependiente de la coyuntura internacional, acabó por ser la primera de la zona euro en entrar en recesión en el último trimestre de 2002. Los niveles de confianza cayeron a cotas inferiores a las de 1993, fecha de la última recesión lusa, pero los portugueses habían decidido confiar en el exigente y correcto primer ministro, que consiguió pasar medidas tan impopulares sin una respuesta digna de mención por los sindicatos, la oposición y los empresarios.

"Afirmarse como única solución para el país es el mayor mérito de este Gobierno", dice Pedro Magalhães. Un sondeo divulgado por el diario Público el pasado 3 de octubre, el día que estalló el escándalo Diana, indica que la popularidad del Gobierno está bajando desde el verano, por la ola de incendios que desgastó la imagen de algunos ministros. Un 44% de los portugueses cree que la política del Gobierno es mala, un 10% más que en la primavera. Pero un 54,5% dice no querer a otro partido en el poder.

En este contexto se conoció el enchufe de la hija del ministro de Exteriores. El golpe es más duro, pues, por primera vez, afecta directamente al propio Barroso. Nadie perdona hoy al primer ministro que aceptase la dimisión de Pedro Lynce mientras intentaba mantener en el Gobierno a Martins da Cruz, su amigo personal desde hace casi 30 años. Martins da Cruz acabó por dimitir tras una enorme presión mediática.

Pero este súbito descrédito del Gobierno puede tocar aún más hondo en las conciencias lusas. Desde noviembre de 2002 Portugal vive en estado de choque por un escándalo de pederastia. La investigación llevó a la detención de varias personas prestigiosas de la sociedad portuguesa, incluido el portavoz socialista, Paulo Pedroso. Al mismo tiempo que los portugueses se avergonzaban al descubrir que una red de pederastas influyentes abusó durante 30 años de los niños de una institución benéfica de Lisboa con el conocimiento de sucesivos ministros, de la policía y de los directores de la institución, veían también que, por fin, la justicia funcionaba y los poderosos eran atrapados por la ley.

O tal vez no. El escándalo, precisamente por afectar a personas conocidas, ha desencadenado un intenso debate sobre el estado de la justicia portuguesa. Voces de referencia, como el antiguo presidente de la República, Mario Soares, denunciaron que las leyes portuguesas violan los derechos de los detenidos y que el estado de la justicia pone en peligro el Estado democrático. Jueces y otros destacados responsables de la justicia confirmaron estas denuncias.

Coincidiendo con la dimisión de Martins da Cruz, el portavoz socialista fue excarcelado el pasado jueves, tras decidir un tribunal que estaba detenido sin fundamento. La liberación de Pedroso, tras más de cuatro meses en la cárcel, provocó euforia en el Partido Socialista, que acusó a la justicia de estar politizada y de pactar para acallar al mayor partido de la oposición. En una actitud insólita, el fiscal general de la República devolvió las acusaciones a los políticos. Y por segunda vez en una semana, Portugal puso en duda la seriedad de sus dirigentes y de sus instituciones.

Según Marcelo Rebelo de Sousa, analista político y ex líder del Partido Socialdemócrata, la salida de Pedroso de la cárcel casi hizo olvidar la crisis gubernamental y, por eso, "más que la recuperación económica, será el fin del caso de pederastia la que determinará la forma en que los portugueses se mirarán al espejo durante los próximos años".

Durão Barroso (derecha), junto a Martins da Cruz, el pasado diciembre en Lisboa.
Durão Barroso (derecha), junto a Martins da Cruz, el pasado diciembre en Lisboa.EPA

Un ministro polémico

Antes de dimitir como ministro de Exteriores de Portugal, el pasado miércoles, António Martins da Cruz intentó salvar su honra anunciando en el Parlamento que su hija Diana no ocuparía la plaza en la universidad que el ministro de Enseñanza Superior le había conseguido.

Pero no es la primera vez que los estudios de Diana provocan polémica en Portugal. En junio de 2002, el diario Público desveló que el ex embajador en España, ya después de tomar posesión como ministro, mantuvo a su hija y a su mujer viviendo en el edificio de la Embajada en el paseo de la Castellana. El argumento: Diana necesitaba seguir en Madrid para terminar el año lectivo.

Irónicamente, el paso de Martins da Cruz por el Gobierno empezó y terminó con una polémica relacionada con su hija. Pero la verdad es que el ex poderoso ministro de Exteriores fue una fuente constante de polémicas. Orgulloso de un carácter que despierta antipatía, Martins da Cruz empezó por tocar la delicada estructura del Ministerio de Exteriores, y fue acusado de saneamiento político con los cambios de diplomáticos que hizo. Después ordenó al embajador portugués en París asistir a un mitin de la campaña presidencial de Jacques Chirac y rechazó acompañar al presidente luso, Jorge Sampaio, en una gira por tener que viajar en un avión C-130 y no en un Falcon.

Pese a las polémicas, Martins da Cruz también tomó medidas bien recibidas por la opinión pública. La más emblemática fue el desarrollo de la "diplomacia económica". El objetivo era transformar a los embajadores portugueses en recaudadores de inversiones extranjeras para Portugal y en promotores de la internacionalización de la economía lusa.

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