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Cabezas de vaca seccionadas

Victoria Combalia

No me lo podía creer. 2.000 personas, 2.000, intentaban entrar en la inauguración de la exposición de Damien Hirst en la galería White Cube de Londres; ya saben, el artista inglés que lanzó el grupo Sensation y el reclamo YBA (Young British Art) a mitades de la década de 1990. Entonces eran conocidas sus borracheras, sus salidas nocturnas y su gran exhibicionismo personal, a pesar de su pinta de no haber roto nunca un plato. Ahora, Hirst se pasea con unos lindos pantalones de Prada, confortablemente instalado en un cottage de la campiña inglesa, y lleva a sus niños durante el fin de semana a una granja a ver corderitos (una no puede dejar de pensar en cómo le saldrán psíquicamente sus retoños, a este padre que encapsuló corderitos en formol; tal vez de lo más normal, pues el cinismo es prerrogativa de lo posmoderno). Su nueva provocación, pues de esto vive y hace su fortuna, se titula Romance en tiempos de incertidumbre, en donde reinterpreta, según él, la historia de los Apóstoles en la última Cena. Cada discípulo es una cabeza de vaca entera o seccionada, también en un tanque lleno de formol, y algunas con el aditamento de cristales rotos incrustados en las cabezas. Recuerden, amigos, que lo de los cristales rotos ya Carmen Calvo los había puesto hace muchos años en sus obras, como también los había puesto un artista francés, genial y desesperado, que nadie conoce en España, llamado Daniel Pommereulle... Pero en un país protestante poco va a chocar el tema de los apóstoles... que también están representados por una serie de armarios llenos de medicinas, tubos y otros adminículos médicos, como fórceps y hasta martillos. Fuera, en Hoxton Square, una multitud de guapos y guapas de Londres, jóvenes o ricos, pero en todo caso no estándares, se bebían sus cervezas e intentaban pasar la barrera que imponían unos guardaspaldas cachas y educados. Todo el mundo se agolpaba a lo que más y entonces yo, en uno de estos ataques de claustrofobia que me entran, pensé en un instante: "morir por Cézanne, sí; morir por Damien Hirst, ni loca", y en aquel momento apareció el propietario de la galería, Michael Jopling, con sus gafitas de Eaton y su traje impecable y nos dejo pasar finalmente. Arriba -sólo para los iniciados- podían verse otros cuadros, completamente negros porque estaban hechos con alas de mosca enganchadas con resina: la vieja idea del cuadro monocromo -ya saben, Malevich, Rodchenko, Ryman- pero con materia orgánica en lugar de pintura, y un simbolismo de lo más pedestre: "Syphilis, Ebola, Sida y Septicemia". Nadie puede negar que el artista no sea listo al nivel de un buen publicitario cuyos agudos hallazgos visuales sedujeron a su mentor Charles Saatchi. Éste ha tenido la capacidad de vivificar una escena artística como la inglesa, que era muy provinciana hasta los años noventa y hacer, con ello, que algunos de los artistas más populares de la escena internacional se encuentren ahora en Gran Bretaña. Invertir en estos artistas de la "idea rápida" es como invertir en bolsa: sube o baja rápidamente y es mera especulación; de nada sirve, en un arranque moralizante, despotricar contra este juego especulativo, sencillamente porque no tiene nada que ver con el valor artístico de una obra: si un grupo se pone de acuerdo para hacer que suba el precio de un artista, subirá; revenderán con beneficios y entonces decidirán pasar a otro artista: este fenómeno fue la genial creación de Andy Warhol (es lo que ahora se llama marketing experiencial), y desde entonces, buena parte de los jóvenes quieren ser pequeños warholitos. Entretanto, el artista ya se ha construido su cottage, ha sentado cabeza y entremedio ha perdido -por regla general- su mejor inventiva.

Kuspit dice que la vanguardia ha acabado, que el juicio de valor ha sido sustituido por el valor en el mercado

Donald Kuspit mencionó algo de ello en una buena conferencia en la Facultad de Bellas Artes de Barcelona. Auguró que la vanguardia se ha acabado, que el juicio de valor ha sido sustituido por el valoren el mercado y que lo conceptual, por mejores que fueran sus iniciadores (Duchamp), ha supuesto el beso de la muerte. Preconizó una vuelta a la pintura y al oficio, pero en este terreno no vaticinó si el cinismo sería el mismo que en el terreno conceptual (lo que él llama Post-Art). Pues bien, en el mismo viaje a Londres pude ver en la Serpentine Gallery una retrospectiva del norteamericano John Currin (nacido en 1962 en Boulder, Colorado, EE UU) que me dejó mucho más fascinada que Hirst.En un principio, su arte, que está hecho de representaciones de mujeres, bordea lo kitsch: enormes tetudas mal pintadas o rubitas muy cercanas a la producción de Alberto Vargas, un ilustrador de Playboy de los años cincuenta. Últimamente su técnica se ha perfeccionado tanto que asemeja a la pintura de los grandes maestros antiguos (de ahí que sus precios se hayan disparado) y sus alusiones concretas lo son a autores como Pontormo, Cranach o Botticelli.

Pero por detrás de estos refritos están las ideas: unos retratos de cincuentonas que irritaron a las feministas (y que yo considero justamente al contrario, totalmente positivos), y un replanteamiento de la pintura tradicional que aquí sería largo de explicar, pero que es evidente. A diferencia de un mero ilustrador, el pintor tiene sus propias ideas sobre las mujeres, no exentas de interés: "Las revistas femeninas me dan la impresión de que las mujeres son como pequeños animales en el bosque, viviendo con tremendas dosis de miedo y ansiedad". El artista también está felizmente casado y acaba de ser papá. Saatchi quiso comprarle obra y perdió un juicio contra otro coleccionista, Peter Norton, quien ha donado su Currin a la Tate Gallery de Londres.

¿No les suena todo esto a una vuelta al Renacimiento? El arte institucionalizado, los patronos que se pelean por las piezas y el joven artista listo desprendiendo glamour...

Victoria Combalía es crítica de arte.

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