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"...Pero nace muerta"

Ramón Jáuregui

Al leer la frase de Arzalluz "No sé si será niño o niña, pero este pueblo ha roto aguas y viene criatura", mi compañero de Juntas Generales de Álava Emilio Guevara me comentaba: "Efectivamente, hay criatura, pero nace muerta".

No es casual que el debate de la Euskadi de 2003 sea tan escatológico. El enfrentamiento de posiciones y la tendencia al extremismo y al odio entre los partidos y las personas que las expresan no dejan de crecer desde hace más de cinco años. Desde el Pacto de Lizarra, en 1998, el péndulo nacionalista no ha dejado de extremar su arco y el pasado 26 de septiembre el lehendakari, en sede parlamentaria, formalizó con toda solemnidad y todo lujo de detalles su propuesta política. Arzalluz, dos días después, al calor de la campa, en el Alderdi Eguna, completaba la amenaza: "Si no aceptáis la propuesta de Ibarretxe, nos vamos", frase no literal, pero respetuosa de su idea.

Considero innecesario argumentar sobre las razones del giro nacionalista y explicar, una vez más, sus cálculos e intenciones. El PNV se ha inventado su decepción estatutaria para construir sobre su "acta de defunción", como la calificó Otegi en el debate del Parlamento vasco, un nuevo proyecto de soberanía dentro del Estado, con el objetivo de reunificar el conjunto del nacionalismo bajo sus siglas y absorber a la izquierda abertzale, asumiendo, grosso modo, el proyecto independentista de ETA.

Tampoco resulta novedoso argumentar sobre la inviabilidad jurídica y política de la propuesta. Que el plan Ibarretxe no cabe en la Constitución es evidente. Que ningún Gobierno de España someterá a las Cortes un proyecto de reforma constitucional y estatutario de semejante calado, no ofrece dudas. Que este proyecto divide a los vascos en dos trincheras irreconciliables y para mucho tiempo, lo estamos viendo cada día. Que sufriremos negativas repercusiones económicas, por la incertidumbre y la inestabilidad, es cuestión de la que sólo cabe discutir sobre su cuantía, pero no sobre su existencia (como decía Keynes, "no hay nada más tímido que un millón de dólares").

También sabemos que la violencia nos perseguirá, sólo a nosotros, mientras este pulso se dilucida. Afortunadamente se trata de un terrorismo casi residual, pero la amenaza será real todavía muchos años. Y sabemos, por fin, que hay una complicidad macabra o una dialéctica compleja, si se prefiere, entre paz y plan, es decir, entre abandono de la violencia y avance soberanista-nacionalista. Una pugna de protagonismos y rentabilidades que un día pueden converger en intereses mutuos, para que la sociedad vasca asuma resignada el proyecto nacionalista a cambio de la paz, tal como señalé en Una propuesta tramposa, artículo cuyo título recuerdo para reafirmarme en esa denuncia.

Pues bien, un año después de que Ibarretxe anunciara su plan, hoy sabemos también que la cosa va en serio. Desgraciadamente, especular con las fuerzas moderadas del PNV es un ejercicio de melancolía. Arzalluz se irá y, aunque le sustituya Imaz, la conjura política con el nuevo proyecto y con el lehendakari es total, y está en la base del pacto orgánico que pilota el cambio generacional de un partido que, sin traumas externos, está trasladando el poder político e institucional a una nueva generación de nacionalistas.

Hasta aquí los hechos. Pero lo que interesa debatir ahora es la forma en que hacemos frente a este duro y largo pulso que se cierne sobre la política vasca -y me temo que sobre la política española- y que seguramente marcará nuestra agenda los próximos años.

Hay quienes tienen una rápida y aparente solución. ¡Aplíquese todo el peso de la Ley del Estado de Derecho! Si la Mesa del Parlamento vasco delinque, ¡al banquillo! Si el Gobierno vasco incurre en causa para ello, se aplican los preceptos constitucionales y basta. Si es preciso, se suspenden las instituciones del autogobierno, se dice con demasiada frecuencia y con no menos frivolidad.

Soy el primero en saber que no es el momento de hablar de estas cosas y me apresuro a afirmar, además, que el juicio sobre esas medidas sólo es posible emitirlo en su contexto, pero mi rechazo tajante a estas insinuaciones sirve de base para debatir sobre dos estrategias políticas que conforman la batalla democrática al reto que nos ha planteado el plan Ibarretxe.

Muchos creemos que el objetivo de esta batalla no es machacar a los nacionalistas vascos cada vez que aparecen en el debate nacional, sino conseguir que los ciudadanos vascos rechacen la aventura extremista del nacionalismo. El objetivo es ganarles en Euskadi y no ganar fuera lo que se pierde allí. La estrategia política estará al servicio de obtener un rechazo de la sociedad vasca a las fracturas sociales y a las incertidumbres económicas que genera el plan, pero no puede construirse sobre las rentabilidades electorales que proporciona esa estrategia en el resto de España. El objetivo de esta estrategia es evitar que un proyecto político que muchos vascos consideramos absurdo e imposible pueda parecer a la mayoría adecuado e ilusionante. El objetivo es privar a un proyecto con apariencia de legitimidad política, de una legitimidad social que no merece.

Ésa es la batalla, ganar en Euskadi, no en España. Se trata de convencer a la sociedad vasca y evitar con ello que el nacionalismo gane en las urnas lo que la ley y el Estado jamás podrán aceptar, porque los que conocemos el nacionalismo vasco sabemos de su inmensa capacidad para realimentar de victimismo el motor de su existencia.

Pues bien, si se trata de esto, si lo que queremos es romper el escenario que han dibujado Ibarretxe y los suyos hasta el 2005, pretendiendo obtener la mayoría absoluta de la Cámara autonómica en esas elecciones colocándonos así a los no nacionalistas y a toda España una piedra, como las que dibuja Peridis, si lo que queremos es evitar esto, tendremos que discutir muy seriamente y con el menor partidismo posible qué, quiénes y cómo tratamos este peliagudo asunto.

Es en este plano del debate en el que me separo de los fundamentalistas del frente único y constitucional y, desde luego, en el que censuro sin matices el oportunismo partidario con el que nos trata el Gobierno y su partido. Somos muchos lo que estamos reiterando desde hace tiempo que PP+PSOE en Euskadi es menos que PP y PSOE. Es decir, que sumamos más si defendemos objetivos comunes (Constitución, autonomía, pluralismo, paz y libertad) con discursos y proyectos propios. Que hay una parte del electorado nacionalista que no comparte la aventura independentista pero no acepta un frente que, aunque no lo sea, lo perciben como tal, y que eso se produjo el 13 de mayo de 2001. Que hay un electorado socialista que no acaba de comprender la anomalía de un durísimo discurso de oposición en España, con una alianza sagrada en Euskadi, y que esto también se produjo el 13 de mayo de 2001 (conviene recordar que el PSE perdió un diputado respecto a 1998).

Respeto y comprendo el discurso vasco del PP. Sólo pedimos al PP que respete y comprenda la conveniencia del nuestro. Respeto y comparto el reproche duro y sin matices que merece a diferentes colectivos cívicos y sociales, toda esta locura política en la que nos ha metido el nacionalismo. Sólo pido que se acepte también una manera distinta de decir no a Ibarretxe y defender la Constitución desde la reivindicación de un espacio autonomista que el PNV ha abandonado. Que puede y debe haber un discurso contra el proyecto soberanista-independentista desde el autogobierno y la defensa de la pluralidad identitaria del país. Que se asuma la conveniencia de abrir horizontes y expectativas a un altísimo porcentaje de vascos que aman su lengua y que creen también que el futuro del euskera pasa por la pertenencia de Euskadi a España. Vascos que se sienten europeos y que saben que sólo podrán serlo formando parte de un Estado fuerte. Vascos que quieren autogobierno porque tienen un fuerte sentimiento de su identidad. A todos esos ciudadanos hay que ofrecerles un proyecto que haga compatibles sus ámbitos identitarios y que puedan sentirse cómodos en un Estado que responde con flexibilidad y apertura a su pluralidad. En definitiva, hacer fuerte una corriente cultural y política de vasquismo constitucional.

¿Puede el PSE abanderar ese proyecto? Puede y debe, a mi juicio. Nadie mejor. Por historia, porque llevamos 120 años en Euskadi, por el papel político que hemos jugado en todo el siglo pasado como partido constructor de la comunidad y de la autonomía vasca, por la composición sociológica de sus bases orgánicas y electorales, porque somos resultado de la fusión con la Euskadiko Eskerra de Bandrés y Onaindía. Por mil y una razones que no caben en tan corto espacio.

¿Podrá el PSE-EE trasladar estas ideas al conjunto de la sociedad vasca, sin que el PP y sus aliados mediáticos trituren al PSOE en el debate nacional? Si se trata de hacer fuerte el constitucionalismo, ¿tendrá el PP la generosidad de repartir con el PSE las representaciones institucionales, como se lo pedimos en Álava, por ejemplo? ¿Es tan difícil de comprender el rechazo de muchos socialistas vascos y de muchos de sus electores a una política que diseña y ejecuta en solitario el Gobierno de Aznar con una prepotencia ofensiva y humillante hacia nosotros? ¿No es comprensible acaso que una parte de nuestro electorado se rebele contra el partido al que censuramos su política en Irak, en la vivienda o en el gasto social y considere anómala esta alianza? ¿Es que no tenemos razón para quejarnos cuando somos invitados a la unidad desde el insulto, la desconfianza y la deslealtad de un partidismo grosero?

Acabo con una pregunta que lo resume todo: ¿Podrán Rajoy y Zapatero acordar un marco básico de objetivos y valores comunes, pero también de respeto mutuo y autonomía sobre la política vasca?

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