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Columna
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Violencia

Hace unos días se manifestaba en Carmona la comunidad educativa para mostrar su repulsa y su ira por unos acontecimientos que ya están volviendo la labor de asistir a clase casi un acto de heroísmo: al salir del instituto Maese Rodrigo, una semana atrás, un profesor y un alumno habían recibido una soberana paliza por parte de unos pandilleros que desde hacía un tiempo venían rondando las vallas del centro. A pesar de la no pertenencia de los agresores al alumnado, la manifestación se centró en reivindicar el regreso a un clima de trabajo más distendido, en la exigencia de otro tipo de educación donde la inseguridad y el desamparo no campen a sus anchas por aulas y pasillos, en la persecución de un sistema que, de una vez, garantice a profesores y alumnos unos mínimos de calidad y respeto a cierta clase de valores. Ignoro los motivos concretos, si los hay, que movieron a aquella caterva de salvajes de Carmona a masacrar a los dos miembros del Maese Rodrigo, pero sí reconozco que existen razones, y muchas, para protestar por el estado actual de la enseñanza y el papel dramático que la violencia juega en ella. Las de los periódicos siempre resultan las víctimas más visibles porque cuentan con medios para llegar a los quioscos o colarse en el salón de casa; las otras que sufren en su sofá o en el ambulatorio, con las condolencias de la consejería por todo aliento, son, a pesar de su silencio, mucho más numerosas.

Entre los docentes de secundaria, cuerpo en el que milito desde hace un lustro, se ha convertido ya en costumbre de veteranía relatar los avatares pasados en institutos de especial conflictividad. Con el mismo gesto con que los arponeros o los cazadores de cocodrilos se levantan las mangas para presumir de las cicatrices que acreditan sus combates contra las fieras, así unos y otros hablan de edificios en la periferia, depresiones, palizas, insultos y hogueras en mitad de las aulas. También yo tuve mi iniciación, por supuesto, ese rito de paso en que, como en las comunidades del África profunda, uno atraviesa puertas de fuego y de sangre para convertirse en un adulto más sabio, más indiferente. Pasé un año en un centro de las afueras de Sevilla, donde tuve ocasión de presenciar varias detenciones policiales, ayudé a evitar peleas con cadenas y navajas, escuché confesiones metódicas de jóvenes que describían con desparpajo cómo partían cabezas a diestro y siniestro los sábados por la noche, asistí a la sarta de improperios con que un alumno ensuciaba a una venerable compañera mía que enseñaba latín y que yo sólo me atrevía a llamar de usted.

A veces me da por pensar que los tiempos en que yo hice el bachillerato eran más hermosos y pacíficos, luego me digo que esos son subterfugios de reaccionario, y recuerdo aquel texto egipcio del segundo o tercer milenio antes de Cristo en que un maestro se lamenta de la desvergüenza de la juventud y la degeneración de las costumbres, lo que sin duda señalaba el camino a una próxima consunción del mundo. En fin, seguramente la educación esté peor, que lo está, porque la sociedad la haya precedido: y es que un chimpancé no puede encontrar un príncipe al asomarse al espejo por mucho que se disfrace con chaqué y pajaritas.

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