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¿Quién teme al Dalai Lama?

Ignoro si la Reina querrá algún día llevar más allá su inquietud intelectual o si se dará por satisfecha cultivando la pasajera curiosidad que uno siente ante la novedad de lo inesperado, pero, sea cual sea el significado que llegue a tener su interés por el budismo, no podrá resolver sus dudas discutiendo con el Dalai Lama.

Al principio parecía un ligero contratiempo diplomático que en la apretada agenda de la Casa Real no fuera posible encontrar el momento adecuado para recibir al monje budista y, por prudencia, no se perdía la esperanza de lograr en cualquier otra ocasión la oportunidad de un encuentro deseado por los dos. Sólo el paso del tiempo y el inevitable agotamiento de la paciencia han revelado el insólito empecinamiento del Gobierno español: jamás reconocerá la existencia del disidente tibetano.

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A cualquier observador que vigile con espíritu crítico la política internacional de nuestro gobierno le resultará enormemente difícil comprender el veto que sufre el Dalai Lama y raro el motivo que nos obliga a tratarlo como persona non grata. Recibió el Premio Nobel de la Paz en 1989 por la integridad con que durante más de treinta años ha resistido el acoso político de China y por la coherencia de unas convicciones pacifistas sostenidas en la desoladora ingratitud del exilio. Destacados dirigentes políticos no tienen inconveniente en recibirlo y ostentar una inequívoca simpatía por las reivindicaciones tibetanas, aunque la Embajada de China en sus respectivos países se enoje por estas efusivas muestras de hospitalidad. Algunos, como Václav Havel o Bill Clinton, han ido más allá del habitual intercambio de buenos deseos y han invitado al Dalai Lama a debatir la naturaleza de los conflictos que afligen al mundo esperando que su punto de vista contribuya a forjar una esperanza más razonable. El Dalai Lama preside una activa comunidad de exiliados que en India, Europa y Estados Unidos trabajan para subsistir y consolidar el respeto de la comunidad internacional hacia el Tíbet. El monje budista Tenzin Gyatso quizá sea el más notable disidente del pensamiento único impuesto a los súbditos del peculiar régimen comunista de la China continental, y siempre que puede emplea su popularidad para denunciar la tiranía que oprime a centenares de millones de seres humanos. A pesar de la feroz represión que se cierne sobre los tibetanos, los seguidores del Dalai Lama -sean monjes, bibliotecarios o pastores- comparten su filosofía de la no-violencia: nunca les hierve en la cabeza el inflamado delirio de hacer estallar una bomba en lugares frecuentados por la gente y les repugna la facilidad con que se puede matar disparando desde la sombra a la nuca de adversarios desprevenidos. El Dalai Lama da conferencias, recibe doctorados honoris causa y publica con fértil periodicidad libros que se leen en todo el mundo.

Nada parece haber en este monje budista que pudiera irritar el celo de algún suspicaz defensor del Estado. Su presencia no sulfura el ánimo de fanáticos conversos capaces de alterar el orden público y su margen de maniobra en política internacional es tan reducido que, a pesar de la habitual normalidad de sus viajes por cualquier país europeo, no es probable que se proponga sabotear el juego de alianzas tejido por José María Aznar.

Por mucho que uno se proponga cavilar con benevolencia no encontrará la pista de esa razón suficiente que justifique el veto del Gobierno español contra el Dalai Lama ni el origen de la consigna de hostilidad que políticos y diplomáticos obedecen sin temer la censura de sus colegas europeos y americanos. Por motivos que en estos momentos nos parecen oscuros, la amable figura del monje budista debe deslizarse por el territorio español como si fuera una molestia.

Pero los informes que elaboran Amnistía Internacional o la Comisión Internacional de Juristas sobre la situación de los Derechos Humanos en el Tíbet demuestran que la política internacional del Gobierno español necesita ciertos ajustes. De hecho, la denuncia de estos organismos internacionales contra Cuba y contra China se redacta empleando los mismos términos. Y los llamamientos a favor de los rehenes que agonizan en las mazmorras políticas del Estado chino y cubano son igualmente desdeñados por las autoridades que ocupan el mando único de la pequeña isla caribeña y del llamado gigante asiático. Las cíclicas ejecuciones de prisioneros atados con los ojos vendados son la pedagogía a la que ambos Estados confían su futuro. Las detenciones arbitrarias, en países en los que la leche no se reparte a domicilio, dan a tibetanos y cubanos ese sobresalto permanente en que se ha convertido la gloriosa revolución. La supuesta libertad de expresión ha servido a veces a Cuba y China para negociar préstamos o ventajas, pero, al ser cancelada sin previo aviso, sirve sobre todo a la policía política para identificar disidentes ocultos y organizar nuevas y más eficaces redadas. El supuesto ordenamiento jurídico que se redacta en ambos países es la clásica farsa del tirano que presta derechos de incierta duración.

Estas terribles coincidencias entre el régimen chino y cubano deberían bastar para dar a la política exterior del Gobierno español una coherencia que hiciera creíbles sus convicciones éticas y proporcionara una oportunidad a las víctimas tibetanas del despotismo chino. Resulta desconcertante comprobar cómo el respaldo moral que reciben los disidentes cubanos se convierte en un indiferente y frío agravio cuando se trata de considerar los derechos de los prisioneros y exiliados tibetanos. Pero, dado que al salir del rincón de la historia en el que permanecía acurrucada, es imposible que España obedezca las exigentes imposiciones de una dictadura extranjera, deberemos buscar el origen del veto español contra el Dalai Lama en otro lugar.

Aunque Tenzin Gyatso, como decimocuarto Dalai Lama del Tíbet, está sujeto a la disciplina monástica y a la jerarquía de los valores del budismo mahayana, se parece más a un filósofo de la Grecia clásica que a uno de nuestros modernos sacerdotes. En los foros laicos en los que habitualmente participa no se cansa de relativizar las convicciones que enarbolan las distintas confesiones y no considera recomendable que iglesias y órdenes religiosas fomenten las conversiones o atraigan a los fieles de otras tradiciones. Cree que la actividad misionera contribuye a exaltar susceptibilidades muy arraigadas y que en muchos casos inhibirse es el mejor consejo para evitar males mayores. Apela al ejercicio de la razón para dilucidar dilemas éticos y no parece confiar mucho en la obediencia que otras instancias añoran. Sugiere que el discernimiento crítico podrá ayudar a interrumpir el infernal circuito de agresiones que tiene atrapada a la condición humana. Suscribe la conveniencia de separar cualquier jerarquía religiosa de las instituciones del Estado y celebra reunirse con científicos y pensadores para poner a prueba los prejuicios que nublan nuestro entendimiento.

No parece que una política tan amable y relajada pueda asustar a nadie ni representar una verdadera amenaza para los que velan por nuestro bienestar. Una precipitada conclusión, al descartar el celo ultra-católico y la sumisión a China, nos obligaría a encogernos de hombros y confesar que no hemos encontrado la causa del veto español contra el monje budista tibetano. Pero una más meditada reflexión nos permitirá sospechar que esa podría ser la causa de la indiferencia con que le trata el Gobierno. Al no integrarse en el juego de amenazas dominante, al evitar el lenguaje de los poderes que rigen la actualidad, el Dalai Lama, que no se sienta con los jefes de este mundo, se arriesga a ser agraviado y despreciado en España.

Basilio Baltasar es editor.

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