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La familia latina

En América Latina ha caído dramáticamente la inversión extranjera. Los últimos tres años, aún con peculiaridades en cada país, han sido en general críticos: de 69.000 millones de dólares en el 2001 se cayó a 42.000 millones en el 2002 y se estima que este 2003 que corre registrará una baja aún mayor. Lo mismo ha ocurrido con el crédito: en el 2002 América Latina pagó más por sus deudas viejas que lo que recibió en nuevos créditos. En paralelo a este proceso, han venido creciendo las remesas que los emigrados latinoamericanos envían a sus países de origen hasta tal punto que el año pasado alcanzaron un monto de 30.000 millones de dólares y en el 2003 se estima que la cifra será equivalente al total de la inversión extranjera.

Este fenómeno es, fundamentalmente, la consecuencia de los casi 40 millones de "hispanos" que viven en EE UU, progresan más aceleradamente que cualquier otra minoría y mantienen vivo un idioma español que ya no puede despreciar ningún candidato, sea aspirante al Capitolio como a la mismísima Casa Blanca. Más de la mitad de esos trabajadores envía regularmente dinero a su familia y el resto, aun sin regularidad, no deja de hacerlo ocasionalmente.

Estas remesas, según ha evaluado el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), generan un impacto de actividad económica del orden de 100.000 millones de dólares. En algunos casos, incluso, son la principal contribución al PBI: Nicaragua (30%), Haití (24,2%), El Salvador (15%), Jamaica (12,2%), Honduras (12,2%). En México el impacto es obviamente menor en porcentaje, pero aparece como el principal destino de esas remesas, que rondan los 10.000 millones.

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Como pasa siempre en estos casos, hay dos visiones encontradas, desde quienes estiman que es la mejor contribución para aliviar las secuelas de la pobreza hasta los que sostienen que así se genera una psicología de dependencia, que hace que la familia pobre adormezca su espíritu emprendedor. A esta altura, el fenómeno es tan significativo y creciente que esos debates ceden paso a otros más prácticos, como el de facilitar esas remesas y abaratar su costo. Ya nadie duda que por muchos años estos ingresos seguirán creciendo y que su impacto económico también será muy fuerte. Lo que ocurre es que esa población está bastante lejos de los bancos, emplea métodos caros para trasladar fondos y de ese modo pierde una cantidad demasiado importante en el tránsito, tan importante que los propios bancos están ahora a la caza de los inmigrantes, individualmente clientes de escasa monta, pero en su conjunto formadores de un volumen nada despreciable.

Detrás de esta realidad económica hay algo culturalmente muy relevante y que es el valor del sentimiento de pertenencia familiar. En tiempos como los que corren, en que la institución familia aparece vigorosamente modificada y aun resquebrajada, este espíritu de solidaridad es revelador. La mayoría de esos emigrados son jóvenes que llegan a los Estados Unidos en busca de un futuro a base de sacrificios personales, a veces sobrehumanos en la carga horaria necesaria para sostenerse y mejorar un idioma que no les es familiar. Por cierto, hay también una migración calificada, pero ésa es la menor, y aun en esos casos también el esfuerzo ha de ser muy grande para integrarse al medio y desarrollarse en él, a partir incluso de aceptar inicialmente trabajos de baja calidad. El hecho es que cualquiera sea la clase social a la que pertenecen, el vínculo de solidaridad permanece y quien dejó atrás padres siente para con ellos un compromiso afectivo que se traduce en la generosa ayuda. Doscientos dólares mensuales no son una cifra que impresione, pero si pensamos en la remuneración de un trabajador común estamos hablando de un 20% a 30% de su ingreso, lo que mide la magnitud de su renuncia a bienes, comodidades o simples satisfacciones. Esos 200 dólares, estimados como el promedio de las remesas constantes, traducen un valor que rebasa con creces la dimensión económica y nos instala en la raíz profunda del vínculo de afecto que sigue sustentando a la familia latina.

Naturalmente, España no es ajena a este fenómeno, aunque no posee cuantitativamente una magnitud comparable, ya que estamos hablando de, aproximadamente, 400.000 inmigrantes latinoamericanos. Tampoco el proceso de incorporación a la sociedad es análogo, por la identidad idiomática y cultural, que se hace ahora más visible que nunca cuando la inmigración magrebí o eslava muestran un perfil tan distinto que ha diluido las distancias que en su tiempo desvalorizaron al entonces llamado "sudaca". En una sociedad demográficamente estancada como la española este acrecimiento de juventud contribuirá a mejorar ecuaciones pensionarias y equilibrios de edades, de modo que ese aflujo no sólo incide en el mercado laboral, sino que va más allá. Lo que no varía, en cambio, es la actitud del emigrado, que sigue siendo muy fiel a su familia, al punto que un 90% le envía dinero y ello alcanzó el año pasado a unos 706 millones de euros. Distinto, en cambio, es el origen, porque mientras en EE UU el predominio mexicano y brasileño es claro, en España, ecuatorianos, colombianos y dominicanos significan las tres cuartas partes.

Inmigraciones hubo siempre. Las de ahora difieren en cuanto a que la globalización informativa, financiera y logística permiten la permanencia de un vínculo mucho mayor entre el emigrado y su lugar de origen. El desgarramiento del éxodo quizás se sienta igual, pero en los hechos no lo es, porque aquella suerte de fatalismo del viejo inmigrante hoy no existe, ni de cerca, en la misma proporción. Lo interesante es la comprobación de que esa familia ("hispana" en EE UU, "sudamericana" en España, en realidad latina) permanece como un vínculo afectivo insuperable y un compromiso de solidaridad espontáneamente asumido aún con enorme sacrificio. Entre los inmigrantes ecuatorianos en España se ha comprobado que son reenviados a su patria un 40% del ingreso promedio de los trabajadores, cifra que mueve a la emoción al medir toda la carga de sentimiento que hay detrás.

El tema ha llegado para instalarse por muchos años. Y merece ser mirado con mucha atención, porque sus repercusiones son complejas y variadas. Sobre todo, en la perspectiva de un nuevo horizonte para nuestra civilización, que es ese vigoroso mundo hispano de los EE UU, hoy poseedor de diarios, cadenas de televisión y sistemas de educación incrustados en el mundo angloparlante y sajón con su habla, su contagiosa música e incluso ese concepto de la amistad y la familia tan particular que se generó en la gran cuenca mediterránea en la larga amalgama de los siglos.

Julio María Sanguinetti fue presidente de Uruguay. Es abogado y periodista.

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