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Por qué la guerra preventiva no puede acabar bien

El presidente Bush se atrinchera: en su discurso ante la Asamblea General de Naciones Unidas del pasado 23 de septiembre reafirmaba su política y el compromiso americano con la guerra preventiva. Olvidemos las armas de destrucción masiva, señalaba, la guerra en Irak es, y siempre ha sido, contra el terrorismo. Si la ONU quiere ayudar en la ocupación militar y con la factura de 87.000 millones de dólares que supone permanecer en Afganistán y en Irak, debería hacerlo, pues ése es su deber. Pero Estados Unidos no va a ceder un palmo de su soberanía ni su derecho a responder unilateralmente a sus enemigos.

Para quienes no han prestado atención o se han negado a tomar en serio su retórica y, en cambio, han pensado que Bush era sólo un oportunista interesado en el petróleo o en los intereses de la corporación Halliburton o en la reelección, su discurso ante Naciones Unidas retrata una vez más la visión estratégica que promulgara tras el 11 de septiembre. El mundo necesita empezar a tomarse en serio esta visión, dado que constituye el núcleo de los errores de la política americana en Afganistán y en Irak; y es también el origen de la incapacidad estadounidense, hasta la fecha, para derrotar al terrorismo o para instaurar algo parecido a una democracia en los dos países que ha ocupado. Sus defectos pueden advertirse en la matanza de la sede de la ONU en Bagdad, en la naciente alianza insurrecta entre los Baaz, Ansar al-Islam y Al Qaeda en Irak, en el resurgimiento de los talibán y su política de asesinatos en Afganistán, y en el renovado ascenso de milicias sectarias en Irak y Afganistán.

Con objeto de entender de un modo preciso la posición actual del presidente Bush y por qué están fracasando sus políticas, tenemos que remontarnos al 11 de septiembre. La guerra preventiva era anunciada por Condoleezza Rice como la nueva doctrina de seguridad nacional que eximía a Estados Unidos de la obligación de justificar una guerra por razones de defensa propia o de amenaza inminente (de acuerdo con el artículo 51 de la Carta de Naciones Unidas). Promulgaba un nuevo derecho "a actuar contra amenazas nacientes antes de que se hayan formado por completo" y a "actuar de forma preventiva" contra Estados que den cobijo o apoyo al terrorismo. Es esta doctrina la que el presidente Bush ha reafirmado ante Naciones Unidas; la que el secretario general de la ONU, Kofi Annan, ha criticado implícitamente, y la que está ahora fracasando de un modo catastrófico.

La guerra al terrorismo ha quedado como la última razón del presidente Bush. Es su mayor fortaleza y su más obvia debilidad. Es lo que explica que, a pesar de su caída en los sondeos, la Administración continúe insistiendo en que "en Irak dimos otro paso esencial en la guerra al terror" (vicepresidente Cheney), que "los esfuerzos militares y de reconstrucción actualmente en curso en Irak son parte esencial de la guerra al terror" (Paul Wolfowitz), que el Irak de Sadam era un "régimen de terror" y que la guerra que todavía sigue debe entenderse como parte de la guerra al terror (presidente Bush). Sin embargo, el terrorismo está en auge: no sólo en Arabia Saudí, Marruecos, Kenia o Indonesia, sino también, por desgracia, en Afganistán, donde supuestamente los talibán habían sido "derrotados", y en Irak, donde antes de la guerra no había en absoluto terrorismo bajo cobertura internacional.

La desgarradora verdad es que los ataques preventivos a los "Estados delincuentes" y a "quienes financian o protegen al terrorismo" fracasan por estar basados en un malentendido fatal sobre qué es el terrorismo y cómo procede. En términos operativos, los terroristas no son como un cáncer en el cuerpo de un Estado inmunodeficiente que muere cuando el Estado muere. Son más como parásitos migrantes que ocupan temporalmente un huésped (Estados delincuentes, gobiernos débiles e incluso democracias transparentes) y entonces, cuando un huésped dado es destruido o se hace inmune, de modo oportunista se mudan a otro huésped (aunque siempre estarían dispuestos a volver a su anterior receptor si adoptara la forma de un régimen "amigo"). Eliminado el huésped talibán, los cuadros de Al Qaeda huyeron: al interior de Afganistán, a Pakistán, a Marruecos, a Indonesia, a Arabia Saudí, a Nigeria, a Filipinas, y ahora, a Bagdad y Kabul, incluso puede que regresaran a Hamburgo y a los Estados que albergaron a los terroristas del 11 de septiembre, Florida y Nueva Jersey.

Los terroristas no son Estados, se sirven de los Estados. Como el secretario de Defensa Rumsfeld dijera tras el 11 de septiembre, en palabras que parece haber olvidado, "la gente que hace esto no pierde nada, no tiene objetivos de gran valor. Sólo redes y fanatismo". Como "mártires sin Estado", felices de morir o de matar, no se puede derrotar a los terroristas mediante victorias militares preventivas sobre Estados que puedan compartir sus fines o proteger a sus agentes. No disponen de una dirección a la que enviar quejas o tropas, ni poseen "intereses" convencionales que puedan negociarse o penalizarse. Al Qaeda es, en efecto, una ONG malvada y atacar Afganistán e Irak no debilita su eficacia a largo plazo más que cerrar las fronteras de Francia debilitaría a Médicos Sin Fronteras.

Los terroristas son, en palabras de Bush, "enemigos del mundo civilizado", pero lo que hace civilizado al mundo es su adhesión al imperio de la ley, su insistencia en que no atacará a sus adversarios, por malvados que fuesen, antes de ser atacado, su confianza en la cooperación multilateral y en los tribunales internacionales más que en la fuerza militar unilateral y en el derecho del más fuerte. Las políticas del presidente combaten el miedo con miedo, tratando de "impresionar y amedrentar" a sus adversarios hasta la sumisión. Pero el miedo es el medio del terrorismo, no el nuestro. Las democracias que respetan el imperio de la ley no pueden ganar guerras de forma unilateral ni desafiando al derecho internacional, donde el enemigo no tiene política, sino el caos; ni fines, sino la aniquilación, incluida la suya propia.

En cierta ocasión, Harry Truman dijo que lo único de lo que la guerra previene es la paz. La guerra preventiva no ha creado paz ni ha evitado el terrorismo. La cooperación entre los servicios de inteligencia y la policía en la que ha trabajado con discreción la Administración de Bush ha tenido, por el contrario, más éxito. De hecho, se ha dirigido a los terroristas y no a los Estados delincuentes y ha tenido éxito a través de la misma cooperación y del mismo multilateralismo que la guerra preventiva unilateral ha debilitado. Enfrentarse a aliados como Francia y Alemania y amenazar a adversarios como Irán y Siria no desincentiva al terrorismo, sino que lo cataliza al incitar a sus zelotes y al frustrar la cooperación informal entre los servicios de inteligencia y las campañas policiales, que sí debilitan en realidad las operaciones terroristas.

Proseguir la guerra preventiva a un coste creciente de vidas (muchas más desde que cesaran las "operaciones de combate" el primero de mayo) y de presupuestos americanos (4.000 millones de dólares al mes en Irak, 1.000 millones al mes en Afganistán, más los 87.000 millones solicitados ahora) contra regímenes que no le gustan o contra países que violentan a su propia gente puede apelar a la virtud americana, pero debilita la seguridad de Estados Unidos. La guerra preventiva no sólo traiciona a la comunidad internacional, traiciona también a Estados Unidos.

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