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Reportaje:

En busca del maridaje perfecto

La difusión de las variedades de quesos y vinos ofrece combinaciones desconocidas y sugerentes

De ser ingrediente básico en la dieta de todo el planeta, el queso se ha convertido en el último medio siglo en una de las claves del refinamiento gastronómico. Poco a poco, el que se puede considerar alimento elaborado más antiguo ha dejado el papel de actor secundario, pero imprescindible, para alcanzar un protagonismo inevitable en las mesas de todo el mundo.

En el principio era la leche fermentada de cabra. Los antiguos griegos atribuían su invención a Aristeo, hijo del dios Apolo y la ninfa Cirene, que enseñó a los hombres las artes de la apicultura, del cultivo del olivo y de cuajar la leche de cabra. Probablemente, el hallazgo fue más prosaico y accidental: se debió a un pastor del Asia Menor, 10.000 años antes de Cristo, al que se le cuajó la leche que llevaba a lomos de un camello en un odre hecho con estómago de cabra.

El caso es que de aquella casualidad surgió un método sencillo para conseguir un alimento duradero, que se difundió con la rapidez de los grandes inventos en unos tiempos en los que, afortunadamente, no había registro de patentes.

En esta historia abreviada del queso, no es difícil imaginar la cadena de casualidades y circunstancias que llevaron a la infinitud de variedades de queso contemporánea. Climas, pastos, geografías, diversidad en las especies de vacas, ovejas y cabras produjeron al cabo de los milenios lo mismo un Cabrales que un Gouda, un Camembert que una torta del Casar, un Parmesano o una mozarella, una variedad esta última en la que, por cierto, interviene otro mamífero: la búfala.

Esta diversidad ha provocado frases célebres, como aquella del general De Gaulle: "¿Cómo se espera que uno gobierne un país que tiene 325 quesos?" (por cierto, en Francia ahora se reconocen más de 500). Y también un interés por preservar la singularidad de cada elaboración, a partir de las denominaciones de origen, que en España alcanza ya la cifra de 22, con una abultada lista de espera.

¿Y quién entiende el queso sin vino? Es imposible rastrear la degustación de este alimento sin una referencia al zumo fermentado por excelencia, y, por supuesto, en su variedad tinta. Pero los tiempos cambian y el maridaje de queso y vino ya no es tan sencillo.

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A partir del próximo sábado, EL PAÍS inicia un recorrido por los principales quesos europeos, acompañado del maridaje correspondiente con un vino. Así, el lector descubrirá cómo para los quesos grasos y poderosos son ideales los vinos dulces y licorosos, como el Sauternes francés, el Tokay húngaro o el icewine canadiense. Que el Idiazábal o el Manchego están muy bien acompañados de un oporto o un jerez, sin olvidar los caldos dulces de la cuenca del Mediterráneo, elaborados con Monastrell, sobre todo los Fondillón de Alicante, envejecidos durante 30 años. Y los cremosos hacen buena pareja con los moscateles de Francia, Grecia o Portugal. Sin olvidar las posibilidades, más que confirmadas de los tintos finos de Rioja, eternos acompañantes en la memoria colectiva de un buen queso manchego.

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