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Cartas al director
Opinión de un lector sobre una información publicada por el diario o un hecho noticioso. Dirigidas al director del diario y seleccionadas y editadas por el equipo de opinión

El señor Tamayo y las 'caídas' de la fe

El escollo fundamental en las relaciones entre ateos y creyentes es que los primeros somos casi siempre percibidos por los segundos en formato negativo. Por ello, el problema de la tolerancia y el respeto que insistentemente andan reclamando los creyentes de los que no lo somos tiene mayormente un carácter unidireccional.

La idea es la siguiente: al no tener ningún credo firme, ningún valor fideístico abrigado de cualquier crítica racional, carecemos de valores de textura inefable que puedan ser ofendidos por manifestación, declaración o acción alguna que en el ejercicio de su libertad religiosa los creyentes pudieran inferirnos. Es más, nuestra no-fe es percibida no como una herramienta gnoseológica confeccionada en libertad y responsabilidad a la luz de la razón y de las evidencias de la ciencia y la humanística, sino fruto de una desgraciada carencia producto de una infortunada pérdida trasunto de una malhadada caída.

Lo dice claramente el señor Tamayo, afamado teólogo progresista (menos mal) en su artículo sobre la religión en la escuela (EL PAÍS, 15-09-03).

Según él, el peligro de la sobredosis de adoctrinamiento confesional en los colegios es que muchos alumnos "terminan cayendo en actitudes de ateísmo, agnosticismo, indiferencia religiosa...". Ni siquiera habla de que puedan terminar pasándose a las filas de esas escuelas de pensamiento, en igualdad de planos, o de que se conviertan a otra fe, en deportiva lid. No: se trata de una caída. Como si hablase de drogas u otros vicios innombrables. Y lo hace (al parecer) sin conciencia de faltar al respeto a los que profesamos esos convencimientos.

En cambio, probablemente a él sí le parecerá ofensivo si alguno de nosotros mostramos nuestra perplejidad, teñida de (disimulado) horror, porque ingentes cantidades de personas con formación científica y humanística, con herramientas epistemológicas perfectamente engrasadas, consideren como más que probable la existencia de un universo trascendente fuera de sus propias mentes y a la vez y sin rubor rubriquen la validez científica de las teorías de la evolución, y por tanto, del origen de la vida y del origen del universo, junto con los conocimientos actuales en genética que apuntan palmariamente a lo contrario.

O que consideremos de igual rango las lucubraciones de una cátedra de teología que las de un gabinete de parapsicólogos.

O que no encontremos diferencia sustancial entre una iglesia y una secta de las que aquéllas tanto abominan.

El problema es que no somos militantes ni estamos organizados. No tenemos apostolado, ni ayatolás, ni catequesis, ni cátedras de ateísmo o escepticismo, ni siquiera celebraciones (tal vez ¿Día del Orgullo Ateo?). Y mucho menos al poder de nuestra parte.

Sólo el convencimiento de que el mundo sería un lugar mucho mejor una vez fosilizadas todas las religiones y las pruebas científicas de que el origen y la finalidad del universo pueden ser explicables racionalmente en términos de fenómenos físicos, sin necesidad de intervención de Entes Inasibles e Indescriptibles. Y que, dadas las circunstancias, esas ideas deberían poder competir (al menos) en igualdad de condiciones en el corpus pedagógico y didáctico oficial con las doctrinas teístas.

Por eso cada vez que un chico cae en alguna de las garras que el señor Tamayo enumera nosotros tendemos a considerar que es más que posible que haya comenzado a usar adecuadamente las armas adaptativas que la naturaleza le ha proporcionado para desenvolverse en este mundo a la luz de la época en la que vive. La ética civil deberá ser su nuevo material de trabajo.

Por lo demás, suscribimos plenamente el resto del artículo. Es lo menos que se puede esperar de una persona razonable y progresista como él.

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