El hundimiento del III Reich
El 19 de abril [de 1945], la cadenas de las colinas entre Seelow y Wriezen estaba sin excepción en poder de los rusos, y la comarca que, apenas cien años atrás, a un viajero le había recordado "lejanos países de fábula... todo paz, color, perfume", así escribía, estaba transformada en un mundo sin rostro, en un paisaje de cráteres. Pieza por pieza, en combates de posición con muchas pérdidas, se fueron fracturando los restos del frente defensivo alemán. Según informes soviéticos, la batalla había causado más de 30.000 víctimas en el bando de los asaltantes, según cálculos más fiables hubo 70.000 caídos frente a 12.000 muertos en el bando alemán. Pero desde entonces Berlín estaba a menos de 70 kilómetros de distancia, y en el camino a la capital ya no había un frente ininterrumpido, sino sólo algunas bases de apoyo, así como pueblos, trozos de bosque o pequeñas elevaciones defendidas por tropas aisladas. Dos días más tarde ya caían en la Hermannplatz de Berlín los primeros proyectiles, disparados por obuses de largo alcance a los que se había hecho avanzar apresuradamente y que causaron un horrendo baño de sangre entre los desprevenidos transeúntes y los berlineses que hacían cola delante de los almacenes Karstadt.
'El hundimiento. Hitler y el final del Tercer Reich. Un bosquejo histórico'
Joachim Fest
Galaxia Gutenberg. Círculo de Lectores.
Casi una semana antes, tropas norteamericanas habían alcanzado el Elba junto a Barby y se detuvieron allí. "Berlín ya no es un objetivo militar", había declarado el comandante en jefe, general Eisenhower, a sus asombrados jefes de tropa; la ciudad pertenecía a los rusos, continuó diciendo, así había sido acordado, y, por tanto, la guerra en la parte norte del Reich había terminado. Al mismo tiempo, el mariscal Walter Model, tras recibir y declinar varias ofertas de capitulación, había suspendido la lucha en torno a la cuenca del Ruhr y disuelto su grupo de ejércitos. Más de 300.000 soldados y de 30 generales fueron hechos prisioneros. "¿Hemos hecho todo", dijo Model dirigiéndose al jefe de su plana mayor, "para justificar nuestro comportamiento ante la historia? ¿Queda algo por hacer?". Y tras una breve mirada al vacío, añadió: "Antes, los generales vencidos tomaban veneno". Poco después, Model seguía el ejemplo.
Desde hacía semanas Hitler se sentía perseguido por la desgracia, se le había ido desintegrando una línea defensiva tras otra, empezando por la gran ofensiva del Ejército Rojo en Hungría, el levantamiento de las tropas de partisanos de Tito, la caída de las fortalezas de Kolberg y Konigsberg, y terminando con un sinfín de malas noticias de menor envergadura que llegaban a diario. A eso se habían sumado las discusiones con el jefe del Estado Mayor, Guderian, posteriormente relevado, y con Speer, que no daba su brazo a torcer y a finales de marzo incluso se negaba a creer que "la guerra proseguiría con éxito". "En medio de toda la traición que me rodea", había dicho Hitler entonces, "sólo me sigue siendo fiel la desgracia..., la desgracia y mi perro pastor, Blondi".
Esa cadena de malas noticias sólo pareció romperse en una ocasión, cuando Goebbels llamó la noche del 13 de abril, y, jadeante, con la voz entrecortada, exclamó por el auricular: "¡Mein Führer, le felicito! Está escrito en las estrellas que la segunda mitad de abril nos traerá el cambio. Hoy es viernes, 13 de abril". Entonces dio la noticia de que había muerto el presidente de Estados Unidos, Roosevelt, y en la reunión, convocada inmediatamente con generales, ministros y altos cargos del partido, las esperanzas desaparecidas hacía tiempo revivieron con fuerza a base de conjunciones de planetas, de ascendentes y tránsitos en el cuadrado. Llevando un montón de papeles en la mano temblorosa, Hitler iba de uno a otro de los presentes, y, con énfasis senil y cierto aire de enajenación, les ponía delante los comunicados: "¡Mire! ¡Y usted no quería creerlo! ¿Quién tiene ahora razón?". Recordó el milagro de la dinastía de Brandeburgo que salvó en 1762 al gran Federico: el milagro, decía, vuelve otra vez. "La guerra no está perdida. ¡Lean! ¡Roosevelt ha muerto!".
Como había ocurrido tan a menudo en su vida, también esta vez pareció que la providencia se apiadaba de él y que, literalmente en el último instante, se ponía de su parte. Desde hacía muchísimo tiempo había tratado de convencer a su entorno de que el "repugnante concubinato" de las potencias enemigas se disolvería en un futuro próximo, y de que, antes de que sucediera lo peor, Inglaterra y Estados Unidos le reconocerían como paladín de la común civilización contra los bárbaros del Este. La muerte de Roosevelt, aseguraba ahora, era la anhelada señal para que hubiera un cambio de alianzas, en el Oeste la guerra había terminado prácticamente, y durante unas horas reinó en el búnker un entusiasmo en el que la sensación de haberse salvado en el último momento iba acompañada de optimismo y, ya pronto, de nuevas esperanzas de victoria. Pero en el transcurso de la noche, cuando se había pasado revista a todas aquella figuraciones, de nuevo salieron a la superficie las congojas reprimidas, toda vez que también llegó la noticia de que el Ejército Rojo había conquistado Viena. Al final, según cuenta uno de los testigos, Hitler estaba "sentado en su butaca, agotado, como liberado y aturdido al mismo tiempo; pero parecía haber perdido la esperanza". En efecto, la muerte del presidente no tuvo la menor influencia en el desarrollo de la guerra.
En enero, después de la fracasada ofensiva de las Ardenas, Hitler había regresado a Berlín y al principio se instaló en la nueva cancillería. Pero los constantes ataques aéreos pronto le obligaron a salir de allí y trasladarse al búnker, donde, en opinión de varios observadores, por fin había encontrado su lugar. Los miedos que tuvo toda su vida ya se habían puesto de manifiesto cuando en 1933, pocos meses después de haber sido nombrado canciller, dio orden de hacer una serie de reformas en la cancillería, exigiendo, como uno de los proyectos indispensables en el edificio, la construcción de un subterráneo tipo búnker. Lo obsesivo de esa exigencia también se hace evidente en que, cuando conversaba sobre arquitectura con Albert Speer, siempre diseñaba "búnkeres, una y otra vez, búnkeres". El salón de actos que mandó construir al arquitecto Leonhard Gali en el jardín, a espaldas de la cancillería, ya estaba provisto de un refugio antiaéreo con un techo de unos dos metros y medio de espesor, que más tarde fue reforzado con un metro más. Y tres años después, con la construcción de la nueva cancillería de Albert Speer, vinieron a añadirse otras extensas salas subterráneas. En los pisos profundos del edificio había, a todo lo largo de la Vosstrasse, más de 90 células de hormigón. Estaban unidas al búnker de debajo del salón de actos por un corredor subterráneo de unos 80 metros de largo.
El miedo del Führer
Pero cuando la catástrofe invernal a las puertas de Moscú, a finales de 1941, hizo resurgir una vez más los miedos de Hitler, ni siquiera aquel dilatado sistema de búnkeres le pareció suficiente. Aunque por aquel entonces sus ejércitos mantenían ocupado el inmenso territorio que se extendía entre Stalingrado, Hammerfest y Trípoli, Hitler encargó a la oficina de Speer el proyecto de otras catacumbas con varios metros más de profundidad. Empalmaban directamente con el refugio de debajo del salón de actos, que desde entonces recibió el nombre de "antebúnker", y que contenía una cantina para los colaboradores más allegados de Hitler, varios dormitorios y cuartos de estar, la cocina y habitaciones para el personal de servicio, en total 16 piezas. El jardín a espaldas de la cancillería, con su vetusta arboleda y sus silenciosos senderos, desde donde Bettina von Arnim le había escrito a Goethe, pocas generaciones antes, que ella vivía allí "en un paraíso", se vio invadido una vez más por cuadrillas de obreros que talaron árboles, acarrearon materiales de construcción, máquinas de mezclar cemento, armaduras y pilas de tablas de encofrado y pusieron manos a la obra. A comienzos de 1945, la construcción de hormigón del búnker profundo, el de Hitler, estaba casi completamente terminada, pero las obras, sobre todo en las trincheras y torres de vigilancia, continuaron bastante tiempo y aún no habían concluido en abril de 1945.
En los sótanos de la nueva cancillería se hallaban las habitaciones del séquito de Hitler: de su poderoso secretario, Martin Bormann, y del último jefe de Estado mayor, Hans Krebs, y sus ayudantes, el general Burgdorf y el piloto jefe de Hitler, el general Hans Baur; del jefe de grupo de las SS, Hermann Fegelein, que estaba de servicio en el cuartel general del Führer como delegado de Himmler, y de un sinnúmero de oficiales; por último, vivían también allí las secretarias de Hitler, los equipos de vigilancia, los ordenanzas, radiotelegrafistas, cartógrafos y otros miembros del personal. En una parte de las habitaciones había sido instalado un hospital de urgencia; otra servía de refugio para damnificados por los bombardeos, para mujeres embarazadas y para unos 200 niños; su número aumentaba de día en día y el abarrotamiento fue pronto insoportable.
El llamado "antebúnker" estaba unido con el búnker del Führer por una escalera de caracol que bajaba a las profundidades. No se han conservado datos sobre las medidas, sobre todo de la capa de hormigón. Pero como el fondo de los cimientos, con una plancha de dos metros de espesor, estaba a unos 12 metros por debajo de la superficie del jardín y hay que tener en cuenta los tramos intermedios para los servicios de abastecimiento, de unos tres metros de altura, probablemente es correcto el grosor de cuatro metros que ha sido indicado más de una vez. Ya al comienzo de la década de los treinta, Konrad Heiden, el primer biógrafo de Hitler, describió con una expresión inolvidable, "fanfarronadas en la huida", la íntima naturaleza del Führer y de su movimiento, la mezcla de patetismo, jactancia y agresividad. Ahora, con la retirada de Hitler al búnker y con las consignas de victoria que lanzaba desde allí, aquella observación que muchos consideraron absurda era acorde con la realidad.
El búnker del Führer constaba de unas 20 habitaciones, pequeñas y exiguamente amuebladas; sólo constituía una excepción el corredor previo a las habitaciones particulares de Hitler, provisto de algunos cuadros, de un banco tapizado y de unas butacas antiguas. Al lado se hallaba la sala de conferencias, donde se discutía la situación general, y se tiene una impresión de la estrechez que reinaba allí si se sabe que en aquel rectángulo de unos 14 metros cuadrados se apelotonaban ante la mesa de los mapas, varias veces al día y durante muchas horas, hasta 20 personas.
Naturaleza muerta
La decoración de las dos habitaciones particulares de Hitler también era exigua. Encima del sofá colgaba una naturaleza muerta de la escuela holandesa, y encima del escritorio, en un marco oval, un retrato, pintado por Anton Graff, de Federico el Grande, ante el que se sentaba a menudo, ausente y ensimismado, como si dialogara mentalmente con el rey. A los pies de la cama estaba la caja fuerte en la que Hitler guardaba sus papeles personales, y en un rincón, como ya en el cuartel general de Rastenburg, había una botella de oxígeno para calmar lo que en él era una preocupación atroz y constante: que alguna vez le faltara aire para respirar, sobre todo si fallaban los motores diésel que proveían al búnker de luz, calor y aire fresco.
Del techo de cada pieza colgaban bombillas desnudas, que proyectaban sobre los rostros una luz fría y ponían aún más de relieve el mundo fantasmagórico en el que todos se movían. Cuando en los días del inminente final faltó a veces el agua, tomó cuerpo, procedente sobre todo del antebúnker, un hedor casi insoportable, en el que los vapores de los grupos electrógenos diésel, el penetrante olor a orina y el sudor humano formaban una mezcla repugnante. En algunos de los pasillos que conducían al búnker profundo había charcos oleosos, y durante algún tiempo hubo que racionar el agua. Varios testigos han contado hasta qué punto aquel ambiente de estrechez, hormigón y luz artificial influía opresivamente en los ánimos, y Goebbels confió a su diario que en la medida de lo posible evitaba las habitaciones, para no ser víctima de "aquel ambiente opresivo". Por eso no carece de base sólida la idea de que ese escenario subterráneo y apartado del mundo contribuyó a que se tomaran aquellas decisiones irreales en las que ejércitos fantasmas marchaban en formación a operaciones de ataque que jamás se llevaron a cabo, y libraban batallas envolventes que eran producto exclusivo de la imaginación.
El que más parecía sufrir las consecuencias de aquella existencia cavernícola a 10 metros de profundidad era el propio Hitler. Llamaban la atención, de modo cada vez más innegable, su piel pálida y porosa desde hacía ya años, y sus facciones, abotargadas en los últimos tiempos, además de los lagrimales, gruesos y un poco negruzcos. Encorvado, balanceándose curiosamente y como buscando apoyo, se movía pegándose a las paredes del búnker, y más de un observador perspicaz tuvo la impresión de una fragilidad fingida de forma teatral para hacer efecto. Por primera vez se apreciaban en él síntomas de descuido personal. Si hasta entonces iba vestido con extrema corrección, ahora la ropa estaba cubierta de manchas de comida, en las comisuras de los labios quedaban migas de bizcocho, y siempre que al exponer la situación general cogía en la mano izquierda las gafas, éstas chocaban, con leve tintineo, con el tablero de la mesa. De vez en cuando las ponía a un lado, como si lo hubieran pillado en falta, porque el temblor de los miembros no se avenía con su convicción de que una voluntad decidida es capaz de todo. "Aunque mi mano tiemble", había asegurado a una delegación de la vieja guardia, "y aunque también llegara a temblarme la cabeza, mi corazón nunca temblará". Un oficial del Estado Mayor ha descrito la apariencia de Hitler durante aquellas semanas de la manera siguiente:
"Sabía que había perdido la partida y que ya no tenía fuerzas para ocultarlo. Físicamente ofrecía una imagen terrible. Iba de sus habitaciones particulares a la sala de conferencias a paso lento y trabajoso, inclinando hacia delante la parte superior del cuerpo y arrastrando los pies. Le faltaba el sentido del equilibrio; si alguien lo paraba durante el corto trayecto (20 o 30 metros), tenía que sentarse en uno de los bancos colocados expresamente para ese fin en ambas paredes o agarrarse al interlocutor (...). Los ojos estaban inyectados de sangre; aunque todos los documentos destinados a él estaban escritos con máquinas especiales, 'máquinas del Führer', con letras tres veces más grandes, él sólo podía leerlos con unas gafas de cristales muy potentes. De las comisuras de los labios goteaba a menudo la saliva (...)".
También en lo psíquico decaía Hitler prácticamente con cada día que pasaba, según creían percibir muchos. Cuando volvía de la conferencia nocturna, por lo general hacia las seis de la mañana, se hundía en el sofá con el fin de dictar a una de las secretarias las instrucciones para el día siguiente. Nada más entrar la secretaria en la habitación, él se levantaba trabajosamente -cuenta una de ellas- "y después, agotado, se dejaba caer otra vez en el sofá, y entonces el sirviente le ponía los pies en alto. Allí se quedaba tumbado, completamente apático, poseído sólo de una idea: (...) chocolate y tarta. Su avidez de tartas y bizcochos era ya enfermiza. Mientras que antes tomaba un máximo de tres trozos, ahora hacía que le llenaran el plato tres veces". Y otra secretaria se quejaba de la monotonía, muchas veces evidente, de sus palabras: "Él, que antes hablaba animadamente de tantos temas, en las últimas semanas sólo hablaba de perros y de amaestramiento de perros, de cuestiones de alimentación y de la estupidez y la maldad del mundo".
Estado depresivo
Sólo cuando tenía visita salía de aquel estado depresivo y recobraba su poder sugestivo y su capacidad de persuasión. A menudo se servía de un recuerdo, del nombre de un experimentado jefe de tropa o de otra irrelevancia cargada de prestigio para animarse a sí mismo y a su visitante, y tomando como punto de partida alguna observación casual fantaseaba sobre ejércitos cada vez más poderosos que ya estaban de camino para dar ante las puertas de la ciudad la batalla que decidiría la guerra. Los rusos, de todos modos, sólo luchaban con "soldados del botín", comentaba entonces, su supuesta superioridad era "el bluff mayor desde Gengis Kan", y de vez en cuando volvía a las "armas milagrosas" que traerían el cambio y avergonzarían a todos los pusilánimes.
A pesar de su debilitamiento progresivo, Hitler ni siquiera entonces dejaba de la mano la dirección de las operaciones. Una mezcla de conciencia de elegido del destino y de fuerza de voluntad lo animaba una y otra vez, todo ello reforzado además por una desconfianza que le corroía y que le hacía suponer que sus generales querían ponerlo en evidencia o incluso narcotizarlo con ayuda de su médico de cabecera, el doctor Moreil, y sacarlo de Berlín. Aunque en general sabía dominarse, a veces tenía explosiones de cólera, y en una ocasión bramó de furia, con los puños en alto y temblándole todo el cuerpo, delante de su jefe de Estado Mayor, Guderian, al que destituyó después en los últimos días de marzo.
Empezó a estar cada día más solo. Uno de los habitantes del búnker observó en alguna ocasión que Hitler se esforzaba por subir la estrecha escalera que llevaba a la salida al jardín, pero que a medio camino, agotado, dio media vuelta y, como hacía otras veces, entró en los lavabos que había junto al corredor central y en el que estaba el habitáculo de los perros. Allí jugó mucho tiempo y con expresión extrañamente ausente con su perra pastora y con los cinco cachorros nacidos en abril.
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