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Reportaje:HISTORIA

El fin del ostracismo

En aquellos años, España tenía su verdad, la verdad de España, y el mundo no la reconocía. Pero en agosto y septiembre de 1953, hace ahora 50 años, las cosas cambiaron drásticamente: no sólo el mundo sino el cielo aceptaban por fin la verdad de España. El 27 de agosto de 1953, el ministro de Asuntos Exteriores, Alberto Martín Artajo, firmaba con Domenico Tardini, pro-secretario de Estado del Vaticano, un Concordato con la Santa Sede, y, sólo un mes después, el mismo Martín Artajo, rebosante de satisfacción, firmaba en el palacio de Santa Cruz, con el embajador de EE UU en España, James C. Dunn, los Pactos de Madrid, que comprendían un Acuerdo de defensa para la construcción y el uso de bases militares en España, un Acuerdo de ayuda económica y otro más sobre ayuda para la defensa mutua.

En 1946, el Departamento de Estado podía mostrar su inquietud por la permanencia de Franco, pero la del Pentágono estaba en lo que podría ocurrir si caía
EE UU adquiría la capacidad de decisión unilateral en caso de emergencia; España contaría con el apoyo político, económico y militar de un poderoso aliado
Es curioso que, 50 años después, los grandes logros del actual Gobierno hayan consistido en ceder importantes áreas de poder a EE UU y la Iglesia

España veía por fin reconocida su verdad por el mundo. O mejor, su doble verdad, pregonada desde la derrota del Eje: ella era católica y había sido abanderada en la lucha contra el comunismo. Católica la nación y católico el Estado, España se presentaba como primer baluarte anticomunista ante el mundo, o ante aquella parte del mundo que comenzó a interesar desde 1945 al almirante Carrero Blanco y que le condujo a llamar al Gobierno a distinguidos miembros de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, porque ahora "la cosa católica estaba muy bien vista en Washington". Los demás, Francia e Inglaterra, ya vendrían luego. Lo importante era que la dirección política emprendida desde 1945 sirviera para retornar a la escena internacional de la mano del Vaticano y de EE UU y acabara dando su fruto con acuerdos bilaterales.

La institucionalización de un Estado católico, con la jefatura atribuida de forma vitalicia a Franco, culminada en julio de 1947 con la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado, tuvo lugar en condiciones de penuria y hambre en el interior y de aislamiento en el exterior. En junio de 1945, la confederación de San Francisco había vetado el ingreso de España en la ONU mientras los aliados aprobaban hacia la España franquista la política de no intervención elaborada por el Gobierno británico. De acuerdo con el principio de que a Franco habría de sucederle la restauración monárquica en la persona de Juan de Borbón, con el apoyo del Ejército y de los círculos de la oposición moderada, Winston Churchill había defendido con firmeza la idea de que los aliados no debían intervenir directamente para provocar la caída del dictador, aunque se mantuviera una constante presión que le obligara a salir algún día, falto de apoyo en el interior.

La respuesta del régimen consistió en rebajar la parafernalia fascista, saludo brazo en alto y camisa azul, a la vez que acentuaba su esencia católica y su anticomunismo visceral. Era una convicción muy difundida en los círculos de poder próximos al caudillo de España que el triunfo aliado serviría de preludio a un nuevo conflicto entre la Unión Soviética y las democracias occidentales. Partiendo de este supuesto, la recomendación que el almirante Luis Carrero Blanco, subsecretario de la Presidencia, presentaba a Franco era de una contundencia brutal: orden, unidad y aguantar. Era preciso reforzar los mecanismos de represión, torturar si el caso lo exigía, mantener sin fisuras la unidad y esperar que el temporal amainara. Para ese propósito fue de importancia crucial que el catolicismo político y la jerarquía de la Iglesia católica cerraran filas en torno a Francisco Franco.

Mientras el régimen aguantaba, los aliados siguieron con su política de presión pero no intervención, como había sido ya el caso durante la Guerra Civil. El resultado fue, por una parte, que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas no encontró en el régimen de Franco motivos suficientes para calificarlo como peligro para la paz mundial; por otra, que la Asamblea General, en su primera reunión de diciembre de 1946, aprobara una resolución en la que, reconociendo que el Gobierno fascista de Franco fue impuesto al pueblo español por la fuerza, recomendaba la exclusión de España como miembro de los organismos internacionales establecidos por la ONU y la adopción de medidas que remediaran la situación si en un tiempo razonable no se había establecido un Gobierno que dimanase de los ciudadanos. La Asamblea solicitaba también la retirada de España de los embajadores y ministros plenipotenciarios.

Naciones Unidas

La recomendación fue seguida por todos los miembros de la ONU, excepto por el Vaticano, Portugal, Irlanda, Suiza y Argentina. El panorama se presentaba para el régimen más sombrío que nunca: los embajadores se habían retirado, Francia mantenía cerrada la frontera, el Reino Unido persistía en sus presiones por un cambio pacífico hacia la monarquía, y, peor aún, el Departamento de Estado de EE UU se sentía molesto ante la ventaja que suponía para la Unión Soviética, en el terreno de la propaganda, la pervivencia del régimen de Franco. Si, en efecto, los aliados occidentales mostraban tan gran pasividad ante un régimen cómplice de nazis y fascistas, la Unión Soviética no tenía por qué dar cuentas de lo que ocurría en los países de Europa oriental, progresivamente sovietizados.

El Departamento de Estado podía mostrar su inquietud por la permanencia de Franco, pero la preocupación del Pentágono se centraba en qué podría ocurrir si Franco caía. Sin duda, EE UU desearía un cambio en España, pero una república era impensable y la monarquía carecía de sólidos apoyos. Por otra parte, a medida que avanzada 1947 resultaba evidente que el mundo se dirigía a un enfrentamiento bipolar entre EE UU y la Unión Soviética: la doctrina Truman, establecida en marzo de ese año, realzaba el valor estratégico de España y bloqueaba cualquier iniciativa que fuera más allá de la expresión de buenos deseos. Era cada vez más patente que la política de ostracismo había producido resultados contrarios a los pretendidos: Franco, bañado en multitudes, sostenido en el Ejército y bendecido por la Iglesia, se sentía más fuerte que nunca en el interior.

De modo que 1948 se caracterizó por la relajación del aislamiento y la reanudación de relaciones comerciales normales con el régimen de Franco. En enero, el presidente Truman aprobó la propuesta del Consejo Nacional de Seguridad de normalizar las relaciones con España. Acto seguido, Francia reabrió su frontera y firmó un acuerdo comercial con España, siguiendo los ya firmados por Gran Bretaña e Italia. EE UU aceleró su cambio estratégico y, bajo su iniciativa, la segunda Asamblea General de la ONU no incluyó ya la condena a España, vigente aún pero cada vez más vacía de contenido. El lobby que José Félix de Lequerica, con rango de embajador, había montado en Washington fomentaba los viajes a España de senadores y militares y abrió la vía a los primeros créditos que en 1949 la banca americana concederá al Estado español.

El camino estaba ya expedito, aunque el progreso fue muy lento por las reticencias de los Gobiernos de Francia y Gran Bretaña a aceptar al régimen de Franco en los foros internacionales. España llegó al final de la década sin ser miembro del Consejo de Europa ni de la OTAN, sin participar en el Plan Marshall ni haberse incorporado a la OECE. Sin embargo, la guerra de Corea en el verano de 1950, acabará por inclinar en Washington la balanza hacia quienes habían insistido en las ventajas estratégicas de España para la contención del comunismo. Ese mismo año, la nueva política estaba ya madura para arrastrar a una mayoría de países a aprobar en la Asamblea General de la ONU una nueva resolución que revocó la de 1946 y levantó la prohibición de embajadores. En marzo de 1951, Staton Griffis presentaba en Madrid sus cartas credenciales como embajador de EE UU, en medio de un despliegue de pompa oriental, como adelanto de lo que el régimen celebrará como regreso de embajadores.

Londres desplazado

Era evidente a estas alturas que Washington había desplazado a Londres como centro de la política de las potencias occidentales hacia España. Libre de las reticencias británicas, la misión del embajador Griffis consistirá en incorporar a España al sistema de seguridad occidental al margen de organismos multilaterales e incluirla en planes de recuperación económica fuera del Plan Marshall. Las conversaciones se dirigirán a la firma de un acuerdo ejecutivo, que no deberá pasar por las Cámaras y que, sin incorporar a España a los organismos internacionales de cooperación económica ni a ningún pacto de alianza militar o política multilateral, la integraría por un pacto bilateral en el sistema de seguridad occidental construido por EE UU. En septiembre de 1953 se firmó el Pacto por el que EE UU dispondrá de bases aéreas y navales e instalaciones militares en España sobre las que Washington, gracias a las cláusulas secretas que acompañaban al Acuerdo, gozará de capacidad de decisión unilateral en caso de emergencia. Protocolo de la impotencia, como lo ha llamado Ángel Viñas, estas cláusulas secretas suponían a cambio el apoyo político, económico y militar de su poderoso aliado, el más firme que nunca haya tenido España. Algo similar ocurrió con el reconocimiento internacional recibido por el régimen de Franco un mes antes gracias a la Santa Sede: a cambio de su espaldarazo internacional, Franco reafirmó para la Iglesia, por el Concordato de 1953, una larga serie de privilegios económicos, jurídicos, educativos, sin parangón posible en ningún Estado europeo. España salía por fin del ostracismo, aunque lo hiciera por la puerta de atrás de dos acuerdos bilaterales en los que había dejado jirones de su soberanía.

Es curioso que, 50 años después, los grandes progresos realizados por el actual Gobierno de España en lo que a relaciones internacionales se refiere hayan tenido por objeto la Iglesia católica y EE UU, y que de nuevo hayan consistido en la cesión de importantes áreas de poder e influencia. Con la primera, concediéndole todo en materia de enseñanza primaria y secundaria: ni en la mejor de las hipótesis podía soñar la Iglesia con un retorno tan triunfal a las aulas como el que la ha servido de rodillas y en bandeja de plata la ministra de Educación. Con el segundo, por el incomprensible prurito del presidente del Gobierno de contar en política internacional acudiendo solícito a adornar el escenario desde el que el presidente de EE UU, junto al primer ministro británico, declararon la guerra a Irak. La historia se repite, como decía el viejo Marx que decía Hegel: la primera vez como tragedia, la segunda como farsa. Y algo de farsa hay, 50 años después, en este salto adelante de nuestras relaciones con las potencias que en 1953 reconocieron la verdad de España y la sacaron por fin de su ostracismo.

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