El pegamento
A mí también me gustaba oler pegamento. Comprábamos aquellos tubos de estaño cuya boca había que pinchar con un alfiler y en cuanto aparecía la primera gota el movimiento reflejo inmediato era acercarlo a la nariz. Lo hacía yo y lo hacían todos los críos en esas clases de trabajos manuales que daban entonces en el colegio y que tanto arruinaban la economía familiar. Había que comprar cartulinas de colores, plastilina, maderitas y un montón de chorradas que costaban una pasta. El pegamento tampoco era barato, pero al menos tenía otras utilidades domésticas extraescolares. Recuerdo que mi madre siempre nos pedía que lo manejáramos con el mayor cuidado para no estropear la ropa, pero nunca nos advirtió de que su olor fuera nocivo. Así que lo olíamos cuanto nos venía en gana y, en honor a la verdad, he de decir que jamás tuve la impresión de ser un adicto, tal vez porque tampoco reconocí otras sensaciones más allá de la de disfrutar de un aroma agradable. Pues bien, resulta que aquella inocente actividad sensorial es un auténtico problema entre la chiquillería del Tercer Mundo que, a falta de otras satisfacciones, olisquean pegamento hasta meter sus efluvios en el cerebro.
Aunque se supone que estamos en el Primer Mundo, aquí en Madrid también hay chicos con la pituitaria machacada. En Lavapiés, concretamente, hay un grupo de menores, en su mayoría magrebíes, al que se conoce con el sobrenombre de la "banda del pegamento". Cualquiera que los vea pensará que se trata de una inocente pandilla de mocosos, pero ni son inocentes ni la constante inhalación de sustancias les permite tener mocos. Estos chicos caen como avispas sobre quienes frecuentan esa céntrica zona del centro de la capital. Estimulados por el olor del aguarrás o de los disolventes, abordan inmisericordes a cualquier transeúnte que porte algún objeto que consideren de valor. Lo más preciado son las cámaras digitales ya sean de vídeo o fotográficas, lo que convierte a los turistas en víctimas propiciatorias. El modus operandi es de lo más elemental, no emplean procedimientos sofisticados. Si la pieza está en suerte, un buen tirón y a correr; y si no lo está, amenazan al propietario con la correspondiente navaja o le rodean entre unos cuantos. Algunos reciben una paliza y otros son secuestrados el tiempo preciso para sacar dinero de un cajero automático, con sus tarjetas y las claves que previamente le han obligado a desvelar. Para hacerlo, tampoco han de esperar a que caiga la noche y proceder en un oscuro callejón, ellos actúan con idéntico descaro a plena luz del día y en el centro de una plaza. Ahora, además, está muy de moda el manotazo que hace saltar un teléfono móvil pegado a la oreja. Da igual que haya dos o mil personas alrededor, lo pillan en el aire y a volar.
Todo ello es posible gracias a la absoluta impunidad de que gozan estos mozalbetes por su condición de menores. El sistema no está preparado para afrontar esa forma de delincuencia en auge y la ley ni siquiera permite llevar a cabo un seguimiento policial de quienes la practican. Sólo la presencia física de los agentes de policía puede prevenir los asaltos que en el mejor de los casos acabarían trasladándose a otros espacios menos vigilados. Esos chavales chutados de pegamento son potencialmente más peligrosos que cualquier adulto por abultada que sea su carrera criminal. Los menores son mucho más imprevisibles, apenas arriesgan nada y nada tienen que perder. Por ello es muy frecuente que detrás de los chicos haya personas mayores moviendo los hilos. Ahí están los peristas de Lavapiés animando el pillaje y esos otros señores que aparecen de inmediato en la escena ofreciéndose amablemente a las víctimas para negociar la recompra de los objetos sustraídos.
Todo esto sucede a diario en el centro de Madrid, un espacio que para los foráneos constituye el principal escaparate de la ciudad. Hace unas semanas vi en Río de Janeiro a los chicos del pegamento que bajan de las favelas. Su forma de actuar es muy similar a la de las bandas de menores que operan en Madrid pero hay diferencias notables en su modo de vida. Los de Río visten con harapos y buscan comida en los cubos de la basura. Los de Madrid están bien alimentados y llevan ropa y zapatillas de marca. En algo tenía que notarse que somos europeos.
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