Vecindario

Se va Jordi Pujol, como se fueron antes Joan Lerma y Eduardo Zaplana, incluso José Luis Olivas, de las respectivas presidencias de la Generalitat sin que las relaciones entre los gobiernos catalán y valenciano hayan llegado a ser lo fluidas que impone, no ya la consanguinidad y las evidencias geoeconómicas, sino la civilidad interautonómica. Tampoco lo lograron sus antecesores Josep Tarradellas, Josep Lluís Albiñana y Enrique Monsonís en unos días en que, si es cierto que en la calle había más sangre que herida, ni siquiera existía el pulso entre los puertos y, a falta de presupuestos y transferencias, sólo cabían gestos políticos y miedos virtuales. Por lo menos, entonces, esta incomprensión era el resultado de una tensión indígena: una derecha franquista valenciana que encontró una fórmula magistral para blanquear su pasado y erosionar al adversario en las urnas, y un catalanismo "estricto", cuya convicción pregalileica de la España bipolar (pijama para dos: Madrid y Barcelona) acabó moldeando su propia caricatura imperialista. Aunque eso surgía de allí y de aquí, lo cual, gestionado como un recurso propio, incluso constituía un modo de afirmación autonómica. Ahora es un mandato exógeno. Lo fue cuando Lerma y Pujol se acercaron forzados por el pacto de legislatura entre el PSOE y CiU, que evitó que el PP se anticipara una legislatura. Lo siguió siendo al romper de nuevo el hielo Pujol con Zaplana, acuciado el de aquí por otro pacto de legislatura entre el PP y CiU que apeó al PSOE del Gobierno. Y lo es ahora, cuando ya sólo el PP desde Madrid mueve y promueve esa incomprensión en función de sus intereses electorales frente a Pasqual Maragall y Marcelino Iglesias, aun a costa de dinamitar no sólo la historia de la Corona de Aragón sino su memoria. Y de dejar a Francisco Camps con el paso cambiado por la conciencia valencianista -llorentinista si se quiere, pero Teodoro Llorente nunca negó lo obvio y alentó esos lazos más allá de su filiación política- con la que debutó en escena como actor principal. Por lo pronto, tampoco va a ser Camps quien arregle lo que dejaron pendiente sus predecesores. Él ahora es víctima de su propia estrategia y tiene bastante trabajo tapando el sol con la mano.
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