La herida chechena
A los jefes políticos y militares rusos no les gustan los testigos. Son conscientes de que la primera guerra de Chechenia (1994-1996) se perdió, entre otras cosas, porque hubo muchos testigos, periodistas que se movían casi sin trabas a ambos lados del frente y contaban los estragos de los bombardeos entre la población civil, la determinación de los milicianos independentistas por combatir hasta la muerte o el caos y la desmoralización en un ejército ruso que ya no era ni la sombra de lo que fue.
Para la segunda guerra, iniciada en octubre de 1999 y que nadie sabe cuándo acabará, Vladímir Putin (primero como jefe del Gobierno ruso y, tres meses más tarde, como presidente) puso todos los medios para no caer en el mismo error. El control casi absoluto de la televisión, el acceso restringido y controlado de los periodistas a la zona de combate, las detenciones temporales de informadores que se saltaban las prohibiciones y, paradójicamente, el justificado temor de éstos a caer en manos de las bandas de secuestradores que habían convertido Chechenia en una tierra sin ley facilitaron la tarea al líder del Kremlin.
UNA GUERRA SUCIA Una reportera en la guerra de Chechenia
Anna Politkovskaya
Traducción de Catalina Martínez
RBA. Barcelona, 2003
383 páginas. 21 euros
Algunos hombres y mujeres como Politkovskaya, autora de Una guerra sucia (una testigo molesta), y los restos de libertad de prensa que quedan en Rusia, impidieron que Putin tuviese un éxito total en su empeño de ocultar la verdad de lo que oficialmente se califica de "operación antiterrorista". Thomas de Waal, coautor con Carlota Gall de un libro imprescindible para entender la primera guerra de Chechenia (A small victorious war), desmonta esta denominación en el prólogo del libro de Politkovskaya con una simple frase: "No se arrasan ciudades en operaciones antiterroristas".
En Una guerra sucia, la periodista del quincenal Novaya Gazeta recoge sus reportajes sobre el terreno entre el verano de 1999 y la primavera de 2001. No es neutral. Se pone de parte de un bando: el de las víctimas. Verdugos los hay, rusos y chechenos. Las víctimas son legión, y Politkovskaya recoge sus voces con una prosa cargada de desesperanza, ya sean soldados enviados a la fuerza a la guerra, apenas adiestrados y mal alimentados y tratados, como de internos de un asilo de ancianos de Grozni cogidos entre dos fuegos, supervivientes de matanzas en "operaciones de limpieza" o refugiados sin otra preocupación que obtener un poco de comida para sobrevivir.
No hay concesiones en Una guerra sucia. Sólo testimonio, compasión y denuncia. Vuelvo al prólogo de Thomas de Waal: Anna Politkovskaya es como el Virgilio de la Divina comedia que guía a Dante a través del infierno.
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