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Tribuna:CRÓNICAS DE LA CÁRCEL
Tribuna
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En medio de la jungla

Dos días después de mi entrada en la prisión de Salé empecé a recibir a extraños visitantes. Una pequeña multitud de presos condenados a penas graves que venían cargados de voluminosos expedientes a defender su causa. Advertí que estaban acostumbrados a la terminología jurídica porque se sabían de memoria los artículos del Código Penal por los que les habían condenado. La cárcel puede ser una escuela.

Intenté explicar a los que acuden a mi silone (celda) que el régimen había prohibido definitivamente mis diarios y que era un preso más, como ellos. No sirvió de nada. Sospecho que venían más para desahogarse sobre el sistema judicial marroquí, corrupto e injusto, que para defender su caso. Un policía, un hombretón sólido, condenado por el robo de una espada de oro durante un registro, quería rectificar como fuera algunas afirmaciones aparecidas en la prensa. Insistía en que la opinión pública debía saber que había sido un guardián de la paz condecorado y bien considerado. Otro preso, apodado Chatarra por el número impresionante de cicatrices que surcaban su cuerpo enclenque, intentaba que le publicasen un artículo en el que relataba su vida. Una vida pasada, casi por completo, tras los barrotes. Dos días después de conocer a Chatarra oí que disfrutaba de una estancia en el calabozo y un nuevo proceso por "agresión".

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De vez en cuando, a pesar del cansancio, bajaba al patio. Allí me enteré de que buena parte de los islamistas apresados en todo Marruecos desde el 16 de mayo están encerrados en dos alas de la prisión que los reclusos han bautizado Guantánamo. Todas las entradas de ese Guantánamo están tapiadas menos una, y se ha interrumpido el contacto entre esas dos alas y el resto de la cárcel. Supe que, después de una pequeña revuelta, los islamistas habían conseguido obtener el derecho de visita para sus familiares, un derecho que se les había negado -ilegalmente- al principio. A los presos islamistas no se les veía nunca, pero me dijeron que no plantean ningún problema especial a sus carceleros. Dedican el tiempo a rezar y meditar, y reciben con indiferencia las graves condenas que recaen sobre ellos.

A falta de barbudos, intenté interesarme por un fenómeno que observaba desde que estaba en la cárcel: casi todos los presos tenían los brazos y el pecho recorridos por largas cicatrices; conté 21 en los brazos de un joven de unos 20 años. Cuando le pregunté a un guardián el motivo de esas mutilaciones, me explicó que había que hablar, más bien, de automutilaciones. "Cuando les pillamos en flagrante delito de venta de hachís o pastillas de droga, se cortan delante de nuestros ojos". ¿Por qué? "Porque prefieren automutilarse que atacarnos, es una vieja ley de la cárcel, la desesperación, la impotencia...".

En medio de esta jungla, me llevé una enorme sorpresa al enterarme de que estaba en la misma situación que un príncipe marroquí. ¡Sí, señor! Un auténtico príncipe alauita, descendiente directo de Hassan I, uno de los grandes sultanes del antiguo imperio jerifiano, muerto a finales del siglo XIX. Recuerdo que, durante mis investigaciones de doctorado, me topé con un documento excepcional. La historia de una delegación secreta compuesta por notables marroquíes y enviada a España por aquel sultán reformador para reclutar a 5.000 francmasones que se encargaran de modernizar Marruecos. La misión fracasó. No pude descubrir las razones, como tampoco las que habían hecho que Mulay Abdeslam, este pariente del rey Mohamed VI, se encontrara encerrado en la misma prisión que yo. Me habría gustado informarme más, pero no pude. Mi úlcera se despertó debido a la huelga de hambre y amenazaba con estallar. Me trasladaron con urgencia al hospital Avicena, de Rabat. El servicio penitenciario, situado en el sexto piso, consiste en una pequeña sala de ocho camas y una habitación minúscula. En ese antro sucio y vigilado por varios policías, por el que pasó cierto preso político llamado Abraham Serfaty, es en el que se atiende a toda la población carcelaria de Marruecos. El servicio lo dirige el profesor Marzouk, cirujano urólogo, que me informó desde el primer momento de que estaba allí como voluntario y no cobraba absolutamente nada por los "servicios prestados" a los presos enfermos. En realidad, no hay ningún "servicio prestado". En ese rincón olvidado de Dios y de los hombres, los enfermos están solos. A sólo dos pisos del lujoso servicio de cardiología del profesor Ben Omar, en el que atienden a los famosos y a los dignatarios del régimen, los pacientes de las prisiones marroquíes pasan días, a veces semanas, hasta que consiguen ver la cara a sus médicos. "A los doctores no les gusta subir al sexto piso, las formalidades de la policía les molestan. Y, además, qué quiere que le diga, es un hospital público. Ya es difícil que las personas libres consigan una atención apropiada, conque los criminales...", me confió un empleado de limpieza que dedica su tiempo a cobrar a los "criminales" a cambio de hacerles recados.

Una mañana trajeron a la cama de enfrente a un hombre esposado de manos y pies. Durante una riña había recibido varias cuchilladas, una de las cuales le había perforado un pulmón. Respiraba muy mal. La botella de oxígeno no le servía de nada, al parecer. Los ojos abiertos que se movían sin cesar daban la terrible sensación de que el hombre, incapaz de pronunciar correctamente dos palabras, pedía socorro, una ayuda que no llegaba. Estaba muriéndose. Pasaron varias horas hasta que un enfermero se dio cuenta de la gravedad de su estado y mandó trasladarle a la sala de urgencias. Allí murió esa misma noche, "en un pasillo", me contó después un enfermero, "cuando tenían que haberle llevado a reanimación". "Somos de Dios y a él volvemos", se lee con frecuencia en las esquelas que publica la prensa marroquí. Tal vez a Dios le gustaría que nos ocupáramos un poco de sus fieles antes de devolvérselos.

Otro día entregaron a la policía de fronteras a dos inmigrantes clandestinos de nacionalidad nigeriana, que se encontraban en un estado lamentable, para que fueran expulsados. El primero, que tenía los dos brazos despedazados por una agresión, estaba sereno. El segundo intentó explicar durante media hora, en una lengua desconocida pero perfectamente comprensible, que todavía no podía andar. Le expulsaron del servicio penitenciario, y quizá de Marruecos, en silla de ruedas. Un método y un estilo indignos de un país que tiene a millones de emigrantes en el extranjero. Varios días después, el joven traumatólogo del hospital se acordó de que había pacientes en el sexto piso y vino a informarse sobre su situación. En ese momento, seguramente, los dos nigerianos estaban ya en Argelia o Mauritania. "Habría debido avisarme... Tiene mi número de móvil... No había que...", le oí decir a uno de losenfermeros, al que no podía importarle menos. Mientras tanto, fuera del hospital, parte de la prensa marroquí se había desatado contra mí, porque el amplio eco en el exterior del país de mi larga huelga de hambre "ensuciaba" -según la fórmula consagrada- la imagen de Marruecos en el extranjero. Y mi negativa a aceptar el traslado a una cárcel francesa, una iniciativa del presidente de la Asamblea Nacional, Jean-Louis Debré, enfurecía aún más a la prensa obediente. Pero no podía aceptar que me llevaran por un simple motivo: purgar en Francia una pena política que me había asignado el régimen marroquí equivalía a aceptar ese veredicto vergonzoso. Irme a Francia libre y sin esposas, sí; ser trasladado a una cárcel francesa como un criminal de derecho común, nunca. En cualquier caso, hubo de todo. Absolutamente de todo. El periódico socialista del sector Mohamed el Yazghi, Al Ahdate Al Maghribia, que suele presentarse como heredero de los sufrimientos de los presos políticos durante los años de plomo, publicó tres largos artículos para justificar mi condena política a tres años de cárcel. Al Ahdate, la única publicación "independiente" que goza de subvenciones regulares y públicas del Estado marroquí, llegó a atacar con violencia a todos los que me habían apoyado. Otro periódico, Aujourd'hui le Maroc, próximo al ministro delegado de Interior, Fouad Alí el Hima, esbozó mi "retrato" a través de la pluma de Robert Assaraf, uno de los dueños de la revista Marianne y de Radio Shalom. Los "términos" eran prácticamente los mismos que utilizó ese mismo diario meses antes, cuando me dedicó alrededor de 40 artículos en un solo mes. Se utilizaba toda la panoplia de palabras "bonitas": violador, ladrón, loco, neurótico, agente de todos los servicios secretos, homosexual, vendido, corrupto, etcétera. Incluso me responsabilizó de la muerte de mi madre, fallecida en un accidente de coche hace 13 años.

Y el régimen marroquí filtró en París el rumor de que mis periódicos eran "empanadas de insultos", como escribió ingenuamente una periodista francesa incapaz de distinguir las revistas Demain y Doumane de Adán y Eva. Sobre todo, Doumane, que era una publicación en árabe.

Al final no quedaba más que una acusación, hoy de moda: antisemita. Pues bien, el director del semanario de Casablanca Tel Quel dio el paso. Después de insinuar que no se me podía permitir que ganara la batalla contra el Estado para que no destruyera los últimos tabúes (que, según él, no están maduros todavía), nuestro buen director me tachó de "mártir de la prensa" sin saberlo, y luego aseguró que yo favorezco el "odio racial" al recordar con periodicidad que el consejero real André Azoulay es judío. La "periodicidad" se reduce a tres ocasiones. Un primer artículo aparecido en Le Monde, que reprodujimos aquí. Un segundo artículo en EL PAÍS, que también reprodujimos. Y un tercero publicado aquí en el que se hablaba de la ceremonia celebrada después del 11 de septiembre en la catedral de Saint-Pierre de Rabat, organizada por el consejero del soberano y a la que asistieron los dignatarios musulmanes del reino.

Alí Lmrabet es periodista marroquí, encarcelado en la prisión de Salé. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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