Malditos extranjeros
Salieron dos argentinos hablando de Julio Cortázar, un grupo de dominicanos y una chica cubana que le dijo a un perro que paseaba un señor cuya cara parecía un derivado del vinagre: "¡Pero mira qué cosa linda! ¿Ya tú te quieres venir conmigo?" El hombre la miró con cara de lechuzo, tiró de la correa a la vez que decía "venga, Sultán", y se fue calle Tutor abajo. Un poco más adelante, Sultán se detuvo, hizo sus necesidades en la puerta de la librería Rafael Alberti y el intachable caballero siguió su camino, diciendo que no con la cabeza. ¿No a qué?
Después, salieron unos jóvenes marroquíes, un matrimonio que podría venir de Rumania, Yugoslavia o, tal vez, Rusia y dos señoras de algún lugar de África, vestidas con sombreros de seda azul y unas túnicas de cinco colores que parecían emparentarlas con bellos pájaros tropicales. Juan Urbano se fijó en que todos llevaban algo oscuro en los ojos, unos tristeza, otros miedo, fatiga o nostalgia. Un hombre se sentó junto a él y se puso a mirar su pasaporte de Guinea Ecuatorial, pasó un dedo preocupado y lentísimo por algunos de los sellos verdes o rojos que le habían puesto en las aduanas y, curiosamente, también negó algo con la cabeza. Aunque su gesto, pensó Juan Urbano, parecía más bien de arrepentimiento o angustia, mientras que el del cagaciudades era de condena. Uno parecía querer decir: maldita suerte; y el otro: malditos negros. Juan estaba sentado en un banco público, enfrente de un locutorio. Le gustaba ver a la gente de otros países entrando a esos lugares e imaginar sus llamadas a mundos lejanos y a personas que, al descolgar, completaban el otro cincuenta por ciento del mundo de quien los llamaba. Qué extraña, esa realidad partida en dos: en un lado, taxis, tiendas de alta costura, pastelerías, grandes almacenes y semáforos; en el contrario, unas casas de madera, quizá un corral con animales, un pozo, unos niños sin juguetes, una ciudad venida a menos o una hermosa selva. "Todas esas maravillas que el despótico señor del perro desprecia sin conocer, porque la razón siempre está llena de dudas, pero no hay nada más tajante que la ignorancia", se dijo Juan Urbano, que aquel día estaba hecho un Sócrates.
Juan cerró los ojos y se dedicó a imaginar la vida de esas dos personas que le decían no a algo. El joven de Guinea habría venido a Madrid o en busca de qué o huyendo de qué. Llamaba desde un humilde locutorio a sus familiares, de modo que no tenía teléfono, ni fijo ni móvil; era una persona en apuros, de ésas que trabajan mucho a cambio de un sueldo muy bajo y tienen que estirar cada moneda lo mismo que si fuesen de goma; vendía sus manos en un restaurante o sobre una moto de reparto, en una obra o en un puesto callejero. Por las noches, soñaba con un futuro mejor y hasta con un pasado distinto. Muchas veces oyó cómo alguien decía, al pasar junto a él, maldito negro o asquerosos inmigrantes, qué vergüenza, había que echarlos a todos.
El hombre del perro se consideraba la rectitud en persona y era la quintaescencia del cinismo. En lo que respecta a los inmigrantes, era uno de esos que los explotan al tiempo que los desprecian. Tenía empleadas en su casa, como criadas, a dos chicas colombianas a quienes pagaba una miseria y a las que, naturalmente, no había dado de alta en la Seguridad Social; y también había contratado, por una miseria, a un joven nicaragüense que acompañaba día y noche a su señora madre, muy anciana, en la residencia donde la había ingresado. Cada vez que don Vinagre perdía alguna cosa, pensaba inmediatamente que se la habían robado sus esclavos domésticos y decía maldita gentuza, atajo de delincuentes, cómo muerden la mano que les da de comer. Si él fuese presidente, cerraría las fronteras: España, para los españoles.
Juan abrió los ojos, no quería seguir pensando, porque sus pensamientos le habían dejado lleno de astillas. Vio un barrendero municipal recoger lo que habían dejado Sultán y su dueño delante de la librería Rafael Alberti y movió la cabeza, diciéndole que no a algo. No, y mil veces no.
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