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Columna
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Amarres

No hay que ser un experto en deportes náuticos, ni siquiera un aficionado, para percibir el extraordinario desarrollo de esta práctica en el País Valenciano. Quizá pueda afirmarse sin enmienda posible que el secular despego de estas tierras -y especialmente del cap y casal- por las cosas de la mar es un tópico definitivamente amortizado. Una prueba contundente a este respecto es la candidatura de Valencia para ser designada sede de la próxima y prestigiosa Copa del América que ha de traducirse en un aluvión turístico millonario y un imponente despliegue urbanístico de la capital, especialmente de su zona portuaria que vería ejecutada, por fin, el demorado proyecto de su Balcón al Mar.

Resulta obvio que esta opción de resonancia mundial, que además cuenta con muy felices perspectivas con respecto a sus competidoras -Marsella, Lisboa y Nápoles-, no es el fruto de la improvisación o de un ejercicio voluntarista condenado al fracaso por falta de mimbres y de apoyos estatales. Muchos indicios y hechos delatan que sus promotores están moviendo bien los peones y acreditando con eficacia las bondades náuticas de este litoral, las infraestructuras que lo jalonan y el calor humano que propulsa esta propuesta, sobre todo por el nutrido y creciente censo de embarcaciones deportivas que saturan, literalmente, estas costas. Un fenómeno que tiene su vertiente problemática.

Contamos, en efecto, con un parque de embarcaciones que aumenta sin cesar, y más lo haría si hubiese puertos deportivos suficientes para acoger la demanda actual, estimada en 40.000 peticiones de amarres. Hoy y aquí, en este litoral, lo costoso -siéndolo- no es adquirir un barco deportivo, sino amarrarlo en un puerto. Hay a este respecto largas listas de espera y poco menos que bofetadas, a pesar de que el precio por este servicio no es una bicoca. Un fenómeno que sin duda se acentuará a medida que se adense la población costera, se seleccione económicamente el censo de residentes y mejoren las comunicaciones con la meseta. ¿Y como aumenta el número de barcos si no lo hace el de puertos y amarres?

Por otra parte, y de hallarse la solución, ¿cuáles serían las consecuencias medioambientales? Los ecologistas -y casi todos lo somos en uno u otro grado- son reacios a la proliferación de muelles y escolleras modificativas del trazado de las playas y el fluir de las corrientes marinas. Piensan algunos que ese cuerno de la fortuna que es el deporte náutico puede traducirse en un elemento degradante, como en cierto y evidente modo lo ha sido la colonización urbanística de nuestros paisajes. Se imponen, pues, las limitaciones, que no pueden ser exclusivamente las que se decantan del mercado y sus precios a fin de no yugular la expansión de un sector industrial y convertir este deporte en una elite exclusiva.

Ignoro si la ley de ordenación del territorio que se está tejiendo, y de la que sabemos que priman los criterios conservacionistas, afronta este desafío que en todo caso le concierne. Pero lo tiene crudo para armonizar el eufórico gusto por el mar y la integridad de nuestra fisonomía costera, acechada por la demanda actual y futura de amarres asequibles, incluso, para quienes no son opulentos. Un conflicto que debería estar resuelto antes de que la mentada Copa nos sitúe en el programa internacional de los eventos marítimos.

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