La maté porque era mía
España ostenta el lamentable título de campeón de la violencia doméstica en Europa, lo que ha banalizado entre nosotros una conducta abominable y nos está impidiendo comprender uno de los signos más explícitos del descalabro de las sociedades actuales. El dramático suceso de Vilnius del verano pasado, que le costó la vida a Marie Trintignant, eleva a categoría simbólica la cotidianidad del homicidio en el seno de la pareja y replantea, de manera emblemática, el destino de las viejas y patéticas relaciones entre amor/sexo y violencia. Relaciones a las que dos componentes esenciales del imaginario social de nuestra contemporaneidad -el totalitarismo del goce y la naturalización del matar- han conferido una explosiva capacidad de ruptura, multiplicando su frecuencia e intensidad.
Jean-Claude Guillebaud, en un espléndido análisis -La tyrannie du plaisir, Seuil, 1998-, nos describe la recuperación del proceso de liberación sexual -el sexo, como los intelectuales, se ha alineado siempre con el progresismo- por la derecha económica y su transformación en negocio, del que la expresión más visible es el pornobusiness. La industria del sexo en Estados Unidos, en sus múltiples dimensiones -filmes y vídeos, eroscenters y peep shows, accesorios, espectáculos, Internet, etc.- superaba ya en 1996 los 8.000 millones de dólares, y desde entonces no ha hecho sino crecer. Sus grandes patronos se han convertido en figuras respetables del capitalismo mundial, y en algunos casos, como Larry Flint, el rey americano del porno, o Beate Uhse, la reina del eros por correspondencia, se presentan a sí mismos como héroes de la lucha contra el puritanismo y la opresión del viejo orden moral. Ocultando que para ellos, como ha escrito Vaneigem y recoge Guillebaud, el crimen absoluto "es gozar sin pagar". Esta mercantilización exhaustiva del sexo, así como el buen funcionamiento de su mercado, exigen la introducción de pautas económicas en la práctica sexual que permitan un tratamiento cuantitativo de sus logros y nos instalen en la lógica de la performance y de la competencia -cuántos orgasmos, qué grado de placer en cada uno medido por la intensidad del grito, qué capacidad de repetición, etc.- evaluadas con baremos medico-estadísticos, con criterios epidemiológicos. Kinsey, Master y Johnson y los mercaderes que han instrumentalizado el sexo normalizado y previsible del consumo de masa han enterrado definitivamente al erotismo, y con él, a Freud, al primer Reich, a Bataille.
Por lo que toca al segundo componente, el primado de la violencia, las grandes multinacionales de la comunicación y muchos de sus acólitos siguen discutiendo los efectos negativos que la violencia mediática tiene en las audiencias, pero lo que nadie discute ya es la omnímoda ocupación de los medios por los contenidos violentos, que las más de ocho mil publicaciones sobre este tema prueban ampliamente. La invasora presencia del producto violento no se debe, como ha mostrado la larga cadena de estudios sobre este tema de que disponemos (Chaney, 1970; Roberts, 1981, y Signorelli, 1986; Gerbner, 1989, etc.) a una especial adicción de los telespectadores por la violencia, sino al marco horario que escogen los programadores y a su mayor rentabilidad en función del menor costo de producción y de su mayor capacidad de marketing por ser más faciles de entender e integrarse funcionalmente en cualquier contexto cultural.
Por lo demás, la ocupación del paisaje audiovisual por la violencia y su imparable escalada han hecho de nuestro horizonte simbólico un espacio de asesinos, un tiempo de muerte. No se trata de la celebración sádica de la crueldad, ni de la fascinación por el horror, ni de los arrebatos líricos del surrealismo por lo atroz o de la exaltación del crimen como obra de arte perfecta. Lo que se busca es presentar el homicidio como una actividad humana como cualquier otra -vid. las películas C'est arrivé près de chez vous, Premio Internacional de la Crítica, Cannes, 1992, o Asesinos natos, de Oliver Stone- ; es acercarse a la profesión de asesino como a una profesión más -vid. The Mechanic, de Charles Bronson; El Samurai, de Alain Delon; Portrait of a serial, killer de John Mac Naughton con Michael Rourke, y tantas otras-. Su propósito último es naturalizar el ejercicio de matar, bien como un comportamiento profesional indiferenciado, como si fuese una actividad humana puramente natural, que no aspira a la recompensa de ningún bien específico y que pertenece, por tanto, al repertorio de los actos humanos básicos.
Esta connaturalidad esencial del acto de matar no cancela la voluntad de transgresión que con frecuencia lo habita y que, desencadenada por finalidades o pulsiones específicas, trasciende su puro ejercicio y consagra y se confunde con el propósito que le moviliza. Esto es lo que sucede siempre que la violencia, con la muerte como cenit, se apodera del amor/sexo. Una de sus representaciones más acabadas nos la ha ofrecido Almodóvar en su película Matador, en la que el único destino posible de la abogada María Cardenal y del torero Diego Montes es morir de amor, expresado en el binomio indisociable matar y amar, que se ejemplifica tanto en el orgasmo, al que sólo llegan matando, como en la culminación de su relación fusional que asume la forma de su homicidio mutuo.
El polimorfismo simbólico de la violencia y su total ubicuidad social, más allá de la moda de los juegos sadomasoquistas, generalizan y extreman las modalidades de los antagonismos tradicionales de la pareja y le otorgan un protagonismo especial. Es en este contexto en el que debe interpretarse el drama de Vilnius. El lector de EL PAÍS conoce los hechos en sus grandes líneas gracias a las ocho excelentes crónicas de Joaquín Prieto y Octavi Martí. El pasado 26 de julio, una pareja, en la cumbre de una experiencia de amor-pasión, se enzarza en una disputa, que acaba en golpes que causarán la muerte de la mujer. ¿Quiénes son los protagonistas? Él, Bertrand Cantat, es un rockero carismático, en el cenit de su popularidad, cuyo grupo Noir Désir ha vendido 2.130.000 discos de los seis álbumes que han producido. Autor de la mayoría de las letras de sus canciones, cruzado de muchas causas ciudadanas -contra el Frente Nacional, a favor de los sin papeles, partidario de los altermundistas- es una mezcla de Jim Morrison, su referente, y de Manu Chao, al que el furor permanente que domina su vida lleva a la autodestrucción. A su temperamento excesivo se debe la ruptura de sus cuerdas vocales, que le obliga a interrumpir sus actuaciones y a someterse a varias intervenciones. Temperamento que no es óbice para que dé muestras de gran pertinencia en sus análisis y de generosidad en muchos de sus comportamientos, como se refleja en la larga entrevista que en forma de libro, La experiencia de los límites, ed. Le Bord de l'Eau, acaban de publicar Blanchard e Yssev. Ella, Marie Trintignant, hija de uno de los grandes monumentos del cine francés, el actorJean-Louis Trintignant, y de una directora reconocida y combativa, Nadine Trintignant, lleva desde que tenía 4 años ante la pantalla, encarnando personajes al mismo tiempo sutiles y rompedores, provocadores y frágiles, tiernos y atormentados. Su compromiso con la modernidad lo manifestaba en su vida de mujer libre con cuatro hijos de cuatro parejas distintas, en su opción feminista compatible con el cultivo de su pertenencia al clan familiar Trintignant y con la revindicación de su presencia pública y profesional en él. El largo y conmovedor diálogo teatral con su padre en el Poème à Lou, que tanto éxito tuvo, fue una de sus más brillantes ilustraciones.
La actriz, dirigida por su madre, estaba rodando en Vilnius una serie sobre la escritora francesa Colette para la televisión de su país. La pareja, que acababa de conocerse poco más de un año antes, no quería separarse y Cantat siguió a Marie a la capital lituana, donde, al decir de los que les acompañaban, aprovechaban todos los momentos que permitía el rodaje para estar juntos. Seguían en plena relación fusional. Pero allí estaban la madre, el hermano, el hijo mayor de Marie y todo el equipo de la producción en torno de la actriz, y Bertrand se sentía, de alguna manera, marginado. Pero sobre todo la exclusividad que reclama el amor-pasión y que la pareja se había prometido recíprocamente no era vivido de igual forma por los dos. Bertrand había convenido con su mujer limitar sus contactos a las cuestiones relativas a sus dos hijos y por eso reprochaba a Marie que prestara tanta atención a sus propios hijos y conservara la relación con sus maridos y compañeros anteriores.
Todos los testimonios concuerdan en que el desencadenante de la disputa del día 26 fue un mensaje por SMS de su último marido y director de su última película, Samuel Benchetrit, que Bertrand consideró sospechosamente tierno, exigiendo una explicación y que pusiera inmediatamente fin a todo trato con él. Estamos, en última instancia, ante una trivial reacción de celos a la que el alcohol, la droga, una concepción posesiva y excluyente de la pareja y sobre todo la dominación física del varón, convierten en un acto homicida. Porque no cabe ninguna duda de que Bertrand Cantat, como él mismo reconoce, ha matado a Marie Trintignant, y la destrucción de los huesos del rostro, sus múltiples traumatismos craneales y el propio intento de suicidio del cantante excluyen absolutamente la hipótesis del accidente. Quedan sin explicar las razones por las que ni Bertrand, ni Vincent, el hermano de Marie, que, llamado por éste, fue de madrugada a su piso, no la trasladara inmediatamente a un hospital. O por qué Benchetrit, con quien Cantat habló más de una hora después de la agresión, no exigió o cuanto menos aconsejó -seguía siendo el marido- que se llamase a un médico.
La razón más plausible es la banalización de la violencia y de sus consecuencias, incluidos los signos exteriores -una paliza es sólo una paliza-, que de hechos individuales pasan a ser prácticas sociales habituales, "cosas que pasan". El homicidio de Vilnius es un hecho de sociedad porque más allá de la inevitable polarización antagonista de las dos familias y de sus amigos -en ese sentido, la cena de solidaridad con Bertrand Cantat en Vilnius fue percibida como una provocación por el otro grupo y el incendio de la casa del rockero en las Landas aparece como una agresión vengativa- interviene en una situación fuertemente perturbada porque, según datos de los grupos feministas franceses, en Francia han perecido 58 mujeres a manos de sus compañeros/maridos.
Todo lo cual nos conduce a la quiebra del paradigma de la revolución sexual, tanto en la versión blanda del hedonismo posmoderno como en la radical del placer sin miedos ni límites, tierra prometida de un futuro de goces para todos, que el hombre de placer señorea sin que nada ni nadie pueda disputarle el dominio. El naufragio de esa bella utopía, la última de la modernidad tardía, ha ocurrido por nuestra incapacidad para hacer existir la libertad en un espacio sin límites ni referencias que los sustituyan y les den sentido. En su lugar, los mercaderes nos han impuesto las tablas de la ley del placer obligado, el tedio de sus prescripciones y la rentabilidad de sus prácticas. También aquí una cierta regulación y sobre todo la resistencia ideológica al negocio y la violencia son la única esperanza de recuperar el horizonte utópico del placer sin tiranía ni muerte.
José Vidal-Beneyto, catedrático de la Universidad Complutense, es editor de Hacia una sociedad civil global.
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