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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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La verdad sospechosa

Mario Vargas Llosa

A diferencia de lo que ocurrió en Argentina con la comisión presidida por Ernesto Sábato y su informe sobre la violencia y los desaparecidos durante la dictadura militar, Nunca más, ampliamente reconocidos en el país y con una enorme repercusión internacional, el trabajo de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, en el Perú, documentando los abusos a los derechos humanos y los crímenes contra la humanidad perpetrados desde que, en 1980, Sendero Luminoso inició la lucha armada hasta la actualidad, apenas ha tenido eco en el extranjero y, en el Perú, ha generado una polémica en la que proliferan los ataques y descalificaciones a la Comisión, que presidió un distinguido filósofo y rector de la Pontificia Universidad Católica, Salomón Lerner Febres.

Sus críticos comprenden un abanico político en el que se codean los cómplices y sirvientes de la dictadura de Fujimori, militares temerosos de ser enjuiciados, el Arzobispo de Lima, varios partidos políticos de estirpe democrática -Acción Popular, el APRA, el Partido Popular Cristiano- e independientes convencidos de que el trabajo de la Comisión en vez de reconciliar a los peruanos va a ahondar aún más sus divisiones porque en su investigación y conclusiones hay el recóndito propósito de atenuar los crímenes de Sendero Luminoso y del MRTA (Movimiento Revolucionario Túpac Amaru) inflando desproporcionadamente los asesinatos y torturas cometidos por el Ejército y la Policía en la lucha antisubversiva. Para fundamentar estas acusaciones, los críticos señalan la antigua vinculación de algunos de los miembros de la Comisión con organizaciones de izquierda.

Estas críticas son totalmente infundadas. La verdad es que la Comisión, en los dos años de trabajo, ha hecho un esfuerzo casi sobrehumano para conocer la verdad de lo ocurrido durante estos últimos veintitrés años, desde que, justamente cuando el Perú recuperaba la democracia luego de doce años de dictadura militar, Abimael Guzmán y sus huestes maoístas fundamentalistas iniciaron la "guerra popular" que nos iba a conducir a los peruanos a un paraíso igualitario. En verdad, nos precipitó en un infierno de horrores cuyas víctimas principales, y abrumadoramente mayoritarias, fueron aquellos campesinos misérrimos a los que la Revolución se proponía redimir. Entrevistando a millares de personas de toda procedencia y condición, consultando documentos oficiales y materiales procedentes de muy diversas fuentes -incluidos los partes militares e informes de los propios subversivos a los que pudo tener acceso-, diarios, revistas y panfletos, cruzando y procesando esta información, los miembros de la Comisión presidida por Salomón Lerner Febres han llegado a reconstruir una realidad que, pese a su vertiginoso salvajismo e inhumanidad, parece expresar con un máximo de objetividad la verdad histórica de la violencia política y social en estas últimas dos décadas en el Perú.

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Las conclusiones no pueden ser más atroces. Más de 69 mil personas murieron o desaparecieron a consecuencia de la guerra subversiva -el doble de lo que se creía-, tres cuartas partes de las cuales eran campesinos quechua hablantes de la región andina, muchas de ellas víctimas inocentes sacrificadas en exterminios colectivos perpetrados por Sendero Luminoso o por las fuerzas del orden para sentar un ejemplo, escarmentar a una comunidad o, simplemente, para que no quedaran testigos de exacciones y crímenes. La tortura fue una práctica generalizada de uno y otro lado y de ella no se libraron ni los ancianos, ni las mujeres ni los niños. Las matanzas, los crímenes individuales, las represalias enloquecidas, los pillajes, los secuestros, el saqueo sistemático, están documentados en el informe de la Comisión con una minucia tal que muchas veces quien se sumerge en ese lodo de crueldad y degradación debe cerrar los ojos y respirar hondo, para contener el llanto y la náusea. ¿O sea que eso es también el Perú? No me extraña que muchos peruanos prefieran no enterarse y opten por recusar a la Comisión con descalificaciones políticas.

No es cierto que el informe atenúe la responsabilidad primera y mayor de Sendero Luminoso en esta orgía de violencia, y la del MRTA, el otro grupo subversivo. Por el contrario, a cada momento subraya que sin la demencial insensatez que, en un país de tan débiles instituciones democráticas -para no decir nulas- y con los tremendos antagonismos, frustraciones, prejuicios y odios empozados de la sociedad peruana, significaba iniciar una guerra contra el Estado, jamás se habría producido el cataclismo sanguinario que arrasó aldeas y pueblos, destruyó viviendas, carreteras, puestos de trabajo, empobreció aún más a una región ya pobrísima, y, de otro lado, provocó una violencia desmesurada en unas fuerzas del orden que, además de no estar en absoluto entrenadas ni equipadas para hacer frente a una acción insurreccional, estaban habituadas por una larga tradición de gobiernos militares y autoritarios a actuar con olímpica prescindencia de la legalidad. Una legalidad, por lo demás, como muestra fehacientemente el informe de la Comisión, que no respetaban ni los partidos políticos, ni el Parlamento, ni las autoridades, y todavía menos que nadie los tribunales y los jueces. Una legalidad que era una simple ficción, sobre todo para un país que acababa de emerger -una vez más en su historia- de una dictadura castrense.

Con impecable lógica, la Comisión de la Verdad reprocha al Gobierno de Belaunde Terry haber vacilado muchos meses antes de reconocer la existencia de un movimiento subversivo en Ayacucho y haber actuado en consecuencia. Se lo reprochamos también nosotros, en 1982, los autores del Informe sobre Uchuraccay, cuyas conclusiones centrales -más vale tarde que nunca- la Comisión ha terminado por convalidar. Pero las razones por las que Belaunde se resistía a llamar al Ejército a debelar la subversión de Sendero Luminoso no eran gratuitas. Era, simplemente, que él sabía muy bien lo que iba a pasar. A mediados de los sesenta, la insurrección castrista del MIR y del ERL fue sofocada por el Ejército, que luego de aplastar a los guerrilleros aplastó la democracia e inauguró la ignominiosa dictadura del general Velasco. El estado de inseguridad que el terrorismo propagó en la sociedad sirvió, al cabo de los años, para que una mayoría de peruanos celebrara alborozada el golpe de Estado de Fujimori y apo-yara a la cleptocracia autoritaria que gobernó el país hasta 1999.

El Informe hace también una crítica severa a la izquierda legal -representada por Izquierda Unida en esos años- que, pese a estar contra la acción armada y haber sido víctimas del terrorismo algunos de sus militantes, se mostró dubitativa y confusa, sin hacer una clara toma de posición contra la subversión y a favor de la democracia, y que, en determinadas ocasiones, incluso contribuyó a socavar las renacientes instituciones democráticas.

¿Por qué un Informe tan visiblemente juicioso y moderado, que a cada página se esfuerza por no extralimitarse ni sesgar sus juicios, sino mantenerse dentro de una posición serena y de máxima imparcialidad, ha provocado la reticencia cuando no el rechazo de muchos peruanos? No me refiero a los que por razones interesadas -los fujimoristas, los autores de crímenes contra los derechos humanos que podrían ser procesados- condenan a la Comisión, sino a muchos ciudadanos bien intencionados y decentes, que deberían ser los primeros en aplaudir este gigantesco esfuerzo para sacar a la luz una verdad escondida de nuestra historia moderna, y, sin embargo, prefieren exorcizarla. Porque la imagen que este Informe presenta de nuestro país es espantosamente triste: la de un país sumido en la barbarie, donde, bajo una frágil y delgada fachada de modernidad y civilización, imperan todavía la ley del más fuerte y los instintos prevalecen sobre las razones, y tienen una vigencia abrumadora el racismo, la ignorancia, y la brutalidad sin límites que ejercitan los poderosos contra los débiles y los débiles y pobres entre sí.

Eso es también nuestro país y es mejor que los peruanos lo asumamos con determinación, con vergüenza y, sobre todo, con la voluntad de superarlo. Sin proponérselo, la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, además de un catastro de la violencia política, ha elaborado el más sólido y documentado testimonio sobre el subdesarrollo peruano. Este informe deberían leerlo y estudiarlo los políticos, ser un manual en las escuelas, consultarlo los militares y los jueces, analizarlo y discutirlo en las universidades y en los sindicatos, y por todos los medios hacerlo conocer de grandes y chicos, de provincianos y limeños, de costeños, serranos y selváticos, para que todos los peruanos sepan de una vez, y a fondo, lo que es y no debe seguir siendo ya más nuestro país.

Pero este Informe en su estado actual jamás llegará a ser leído sino por un puñadito de personas. Consta de cerca de tres mil páginas que, aun cuando se publicaran en libro, llegarían apenas a unos cuantos lectores. Además, escrito por muchas manos, es a veces repetitivo, pesado de leer, por momentos farragoso y aquejado en ciertas páginas de esa jerga sociológica que desmoraliza al lector más avezado. Ese informe debe ser reducido drásticamente y estilísticamente unificado para que tenga la claridad expositiva y la ebullición de ideas que tiene el discurso con que Salomón Lerner Febres lo presentó en la Plaza de Armas de Ayacucho el 28 de agosto de 2003.

Él y sus compañeros de trabajo deben sentirse sorprendidos y afligidos con las críticas injustas que les llueven en estos días como premio a su admirable esfuerzo. Que no se preocupen: tarde o temprano serán desagraviados con el respeto y la gratitud de millones de peruanos.

© Mario Vargas Llosa, 2003. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SL, 2003.

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