Cuando Ingeborg se baje del tren
EL VIENTO golpea con violencia sobre la cara. Con los ojos cerrados, se pierde un poco la estabilidad; los postes del tendido eléctrico parecen trampas mortales cuando se interponen al sol proyectando una momentánea sombra sobre el viajero. Con los ojos abiertos, los pueblos se suceden, confundiéndose, convirtiéndose en una amalgama de casas, árboles y paisaje. En la ventanilla de al lado, alguien fuma un cigarrillo.
No hace mucho que hemos comido, a la altura de Francfort más o menos, y sin embargo aún tengo un poco de hambre. Gloria, Geni y Raquel juegan a no sé qué juego de cartas que les hace reír con gran estrépito. Maca duerme.
Una anciana se prepara para bajar, la siguiente parada debe de ser la suya. Así que se pone el pañuelo de seda azul estampado con flores rosas sobre el cuello, y, acto seguido, con unas manos ya torpes por la artrosis, se coloca delicadamente un broche. Ingeborg, pues éste debe ser su nombre, todas las mujeres de cierta edad por esta zona parecen llamarse Ingeborg; Ingeborg rebusca en su bolso no sé qué. Luego se arregla el cabello, apenas rubio; se seca el sudor de la frente con el reverso de la mano y se sitúa impaciente, con las manos sobre las rodillas y un brillo de inexpresión en los ojos.
Llegados al siguiente destino, una voz incomprensible anuncia el nombre de la parada: Marburg, aunque podría haber sido Kassel, Griessen... tan parecidos son los pueblos entre sí desde la ventanilla, y el cuerpo puede relajarse del traqueteo durante apenas unos minutos.
Después, el tren continúa su marcha por el centro de Alemania, dejando atrás localidades como Marburg, Griessen, Francfort, y a Ingeborg, pasando todos juntos a formar, de nuevo, parte del paisaje.
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