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CLÁSICOS DEL SIGLO XX (2)
Columna
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Lo veo, lo veo, lo veo

En noviembre de 1979, cuando estaba a punto de publicar Dejemos hablar al viento, Dolly Onetti, su mujer, le preguntó ante este periodista a Juan Carlos Onetti cómo podía escribir las historias, vívidas y misteriosas, lejanas, como imaginadas entre el polvo de un territorio que sólo podía conocer él.

Y Juan Carlos Onetti, irónico e indiferente, declaró: "Porque lo veo", y añadió: "Lo veo, lo veo, lo veo. Voy viendo las imágenes a medida que voy escribiendo".

Sentado aún, pues su actitud de hombre en la cama comenzó algún tiempo más tarde, Onetti subrayó la naturaleza de esas visiones: "Veo la mujer que entra, no con los ojos, no me tomes por loco, que después me llevan preso. Pero lo veo todo con la intensidad de los recuerdos fuertes. Hay malos recuerdos que lo persiguen a uno casi toda la vida".

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'Dejemos hablar al viento', de Juan Carlos Onetti

¿Y no le asalta un cierto pudor, le dijimos, cuando se trata de recurrir a esos recuerdos desagradables? El gran escéptico dijo: "Si no [existiera ese pudor], sería insoportable vivir. Tenías que pegarte un tiro. Si se acumulan todas las tristezas pasadas, sería insoportable vivir".

Acto seguido, Onetti nos contó un relato de Guy de Maupassant: un individuo rico se va de caza a un pabellón, allí se encierra durante quince días y un día decide no salir, busca en los cajones y encuentra las cartas de amor infructuoso que escribió muchos años antes; las releyó mientras caía, insistente, la lluvia. Al final de la lectura el hombre se dispara un tiro.

"Es insoportable vivir con todos los recuerdos", dijo Onetti. Él los puso juntos. Aunque naveguen como las pesadillas, en Dejemos hablar al viento están sus recuerdos implacables, acaso alojados en el subconsciente, irreales, pero los convierte en vivísimas colecciones de imágenes de un desastre previsible. Su alma está aquí, hablando, y es el alma de un poeta perseguido por la sensación de que cada palabra es un paso más hacia la desaparición y hacia la muerte.

Él la concibió como una novela policial, y así reza en el manuscrito que le regaló a su amigo el pintor José Luis Verdes ("A José Luis este manuscrito que no mejoró"), donde también figura su indecisión ante los títulos. Sus dudas: Siempre se vuelve, Tiempo tormentoso, La vuelta del obligado, Uno siempre vuelve, Retorno de Medina, Santa María revista, Dejemos que hable el viento, hasta que llegó a Dejemos hablar al viento. Su última novela se iba a llamar La casona; fue su agente, Carmen Balcells, la que le puso el título bueno: Cuando ya no importe, que tanto tiene que ver con la manera de ser de Onetti.

La novela no es policial; aunque tiene ese ambiente, que Onetti extrae de su enorme experiencia de lector de novelas policiacas, Dejemos hablar al viento es la reflexión de un Onetti existencialista consciente de que el amor y la amistad están al borde de un pozo, y que sólo nos salva del desierto la dignidad y el orgullo.

Dejemos hablar al viento es una metáfora de la actitud que Onetti tuvo ante la vida y ante los recuerdos; las imágenes que encuentra están siempre devolviendo un tono sepia, de ultratumba, pero Onetti no se niega al contrapunto, y se ríe y hace reír, porque es un escritor feliz de la tristeza; se la conoce como la palma de la mano, le da vueltas y la atrae hacia sí hasta estrangularla. En Dejemos hablar al viento está la desesperación del amor, Medina lo busca, y lo halla, pero siempre es como el agua que se escapa, un incendio posible, y se incendia el amor, como todo lo que vale la pena. Al final hay ceniza, como si la novela se hubiera resuelto en sí misma, como si ella se estuviera leyendo.

Dice Antonio Muñoz Molina en el prólogo de la edición de Seix Barral (2002) que Dejemos hablar al viento "es una vindicación del acto recobrado de escribir, de la potencia preservada de inventar y contar que convierte a cualquier escritor en una sombra". Y por esa sombra de sí mismo discurre Onetti por la novela hallándose con personajes que están aquí y en sus otros libros, pues él escribió este libro con la misma convicción cansada, final, con la que abordó las novelas o los cuentos restantes: sabiendo que la escritura es un valor en sí misma, ella te va llevando, como ocurrió con Joyce o con Proust, o con los grandes poetas, al hallazgo que al fin y al cabo reside en lo más secreto del alma.

Dice también Muñoz Molina que ésta es una novela hermética en la que habitan personajes que alguna vez -antes y después- poblaron la literatura de Onetti, y esos personajes se explican a sí mismos en el mundo que viven, la mítica Santa María que él creó ("la pobre Santa María, donde no suceden milagros") para convertirla en su propia metáfora del lugar donde acaban la vida y el mundo. Se diría que es, como el mismo Onetti hubiera dicho, la literatura que queda después de pasar los recuerdos fuertes por la dosis de melancolía que deja en nosotros el tiempo. En Dejemos hablar al viento, Medina, el personaje que parece llevar el propio escepticismo de Onetti, dice como si el mismo escritor estuviera hablando: "Es el verano, el verano. La reiterada exposición de esperanzas desteñidas, la incitación ingenua y astuta a elegir creencia por tres meses. Y cómo dice que no por costumbre y lucidez sin ser por eso ni más cuerdo que el que acepta y se mezcla".

Onetti escribió una literatura muy grande, llena de poderío y de tristeza. Era un hombre al día, pero era sobre todo un existencialista, cansado de saber que el fin es el fin y no hay regreso. Benedetti, su paisano, lo vio como el hombre que conocía el "fracaso de todo vínculo, el malentendido total de la existencia, el desencuentro del ser".

Su literatura fue clásica enseguida, imprescindible. Y Dejemos hablar al viento encierra el alma que él quiso decir.

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