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El espacio de la política

Joaquín Almunia

Comparto el "gran desasosiego" y el "disgusto muy profundo" que recientemente mostró Gregorio Peces Barba en estas páginas (EL PAÍS, 5-9-2003) ante la suma de "traiciones, de corrupción y de indignidad" que hemos visto en Madrid durante los tres últimos meses, y me sumo a su llamamiento final para que los socialistas encabecemos la batalla por la recuperación de la dignidad de la política.

Siguiendo esa misma línea, creo que para rescatar a la política española de las zonas oscuras en las que algunos intentan situarla hay que ensanchar las dimensiones del terreno en el que se desarrolla nuestra vida pública desde el triunfo electoral de la derecha. Salvar a la política del descrédito requiere, entre otras cosas, ampliar su espacio; cuanto menor sea éste, mayor es el riesgo de que unos pocos indeseables campen en ella por sus respetos, prostituyendo el mejor instrumento de que disponen la gran mayoría de los ciudadanos para poder aspirar a una vida mejor.

Hace unos pocos días escuché a un miembro distinguido del PRI mexicano una de esas frases redondas tan habituales en la política de su país: "En política importan las convicciones, la confianza y las circunstancias; pero sobre todo estas últimas". Todo un ejemplo del pragmatismo y de la modernidad que también se pregonan por estos pagos. ¿Cuántas veces hemos escuchado a los representantes del PP declarar obsoleta la distinción entre izquierda y derecha? ¿Y a Aznar decirnos que la demostración del liderazgo político consiste precisamente en hacer lo contrario de lo que opinan sus propios electores?

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Ahora bien, cuando las convicciones y la confianza quedan relegadas en un lugar subalterno, ¿qué sentido tiene la política? En esas condiciones, la inmediatez y la trivialidad prevalecen sobre las visiones de largo alcance y los sondeos de opinión o los titulares de cada mañana imponen su ley en detrimento de unos proyectos políticos dotados de valores reconocibles. El debate público decae, la confrontación deriva automáticamente en enconamiento y el manejo del poder se convierte en un fin en sí mismo. Los electores asisten a ese espectáculo como espectadores pasivos e impotentes; unas veces aburridos, otras angustiados; y siempre disgustados ante la imagen poco edificante de una lucha basada en intereses y metas que les son ajenos.

Algo de esto está sucediendo en España, y no por casualidad. La forma de hacer política de Aznar se caracteriza, entre otras cosas, por la obsesión de limitar la expresión natural del pluralismo y por su empeño en dificultar la libre confrontación de las diferentes alternativas. Utilizando términos futbolísticos, el todavía presidente recuerda a esos entrenadores incapaces de ofrecer un fútbol de calidad y que, al desconfiar de la valía de sus propios recursos para ganar al adversario en buena lid, obligan a su equipo a practicar una táctica defensiva y marrullera, al tiempo que estrechan las líneas que delimitan la cancha para impedir que los jugadores y el balón puedan moverse con holgura.

En estos años, los debates políticos han quedado proscritos de la programación de las televisiones convencionales públicas y privadas. La oposición está atenazada por la mayoría parlamentaria, que impide un control efectivo del Ejecutivo. El fiscal general se deja utilizar con descaro por el Gobierno y su partido hasta convertir al ministerio público en un instrumento más al servicio de los intereses del PP. Y, pese a la existencia de una sentencia del Tribunal Supremo que condena los excesos de TVE, ésta manipula sus telediarios hasta convertir el relato de la actualidad en pura propaganda del partido gobernante, impidiendo que los demás se expresen con normalidad. El nivel de las descalificaciones proferidas por los portavoces del Gobierno y de su partido contra los socialistas, los "comunistas" de IU y los nacionalistas no tiene precedente desde 1977, ni es fácil encontrar una situación similar en los países de nuestro entorno, salvo quizás en la Italia de Berlusconi. En resumen: uno de los equipos en liza viene fijando a su antojo las condiciones en que los demás pueden participar en el juego.

La saña con la que en la España de Aznar se maltrata, se descalifica y se injuria a cualquier líder o fuerza política que no se someta a las consignas que emanan del poder sólo es comparable al empeño con el que el PP se esmera para escenificar el cambio en el interior de sus propias filas, como un remedo de la verdadera alternancia entre fuerzas de distinto signo. Pondré dos ejemplos recientes. La campaña de Gallardón para conquistar la alcaldía de Madrid intentó dar la impresión de que la gestión de Álvarez del Manzano le era por completo ajena a él y a su partido. Y el mecanismo ideado para escenificar el nombramiento de Rajoy como candidato -alejándolo artificiosamente del Gobierno al que ha pertenecido durante sus más de siete años de existencia- persigue también el mismo efecto. Ambos procesos se han desarrollado, además, conforme a los designios de una sola persona, como si estuviésemos viviendo en la más absolutista de las monarquías. Volviendo al PRI, el "dedazo" para la designación del sucesor no permitía al presidente saliente anunciar su decisión sin evacuar antes algunas consultas más o menos institucionalizadas, y los aspirantes se hacían valer de cara a las bases y a los grupos de su propio partido durante los meses previos a su designación. Aquí, ni siquiera se han cubierto las mínimas apariencias.

Frente a quienes encubren bajo el manto del pragmatismo y de la eficacia una obsesión enfermiza por acumular en sus manos todo el poder, la política española necesita urgentemente una inyección de convicciones y de confianza. Convicciones morales, como pide Peces Barba, pero también convicciones estrictamente políticas. Una inyección de lo que antes llamábamos ideología, y que ahora, para no confundirnos con algunos viejos dogmas, preferimos llamar simplemente "debate de ideas". ¿O es que son irrelevantes las posibles alternativas existentes respecto de un mo-

lo de crecimiento económico como el que impulsa la derecha, basado en la precariedad laboral, en la baja productividad y en la expansión artificial del sector de la construcción? ¿O las distintas maneras de afrontar las consecuencias del envejecimiento de la población y de la intensificación de los flujos migratorios? ¿O los riesgos inherentes a la política exterior de Aznar? Pero en vez de auspiciar la expresión del pluralismo, este Gobierno acostumbra a descalificar, por irresponsable o desleal, cualquier estrategia distinta a las que él ha decidido previamente, y si la ocasión lo permite, cambia de tercio la discusión agitando la bandera de España y apropiándose en exclusiva del marco constitucional.

El debate de ideas es una condición necesaria, pero hace falta algo más. Junto a él, hay que restablecer la confianza y el crédito de los ciudadanos respecto de quienes protagonizan la actividad política, demostrando que existe coherencia entre los propósitos que se proclaman y los comportamientos de los dirigentes y de los representantes en las instituciones. Sin olvidar la importancia que tiene la evaluación de las cualidades políticas, intelectuales y morales de las personas que se presentan ante los electores como candidatos; cuestión tanto más relevante cuanto que los partidos tienen atribuido en el sistema electoral vigente el práctico monopolio para la selección de quienes aspiran a desempeñar responsabilidades públicas.

Joaquín Almunia es diputado del PSOE y director del Laboratorio de Alternativas (www.fundacionalternativas.com)

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