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Columna
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Inmisericordia

En La vida de Brian -una de las contribuciones británicas más originales a la civilización contemporánea- hay un momento desternillante en que los integrantes del Frente Popular de Judea (a no confundir con el Frente Judaico Popular, ¡ojo!), reunidos para planificar la destrucción del Imperio, no pueden por menos de reconocer las ventajas que ha traído a aquellas parameras la pax romana, entre ellas el acueducto, la sanidad pública, las carreteras, la irrigación, la medicina, la educación y el vino. Incluso, como apostilla uno de los conjurados, ¡gracias al enemigo se puede andar sin miedo por la ciudad en las altas horas de la noche! De lo que se olvida el guionista es del idioma, algo que no le pasará fácilmente a ningún hispanista. ¿No nos recuerda el castellano en cada momento su procedencia latina?

El introito viene sugerido por la palabra que encabeza este artículo y que últimamente me ha estado rondando con insistencia la cabeza. El latín misericors significa, me lo asegura el diccionario, "de corazón compasivo, piadoso". Ningún ciudadano romano podía utilizar la palabra, como tampoco misericordia, sin tener presente el órgano considerado como fuente de vida, de valentía y de generosidad. Lo cual no es el caso de misericordia en español contemporáneo. Me imagino que pocos, al recurrir a ella, se dan cuenta de que, en su meollo, late un corazón solidario que contempla con pena y fraternidad el dolor o el desamparo del prójimo, y se siente capaz de perdonarle sus errores.

Si el concepto de la misericordia existía para los romanos, perfectamente delineado, en tiempos anteriores al cristianismo, la religión de Jesús lo elevó a un rango primordial en su escala de valores. En realidad, y así lo entendía Antonio Machado, pensar en los demás, tener en cuenta el punto de vista del otro, procurar no hacer nada que le dañe, es lo que, si quitamos el resto, define y ennoblece el cristianismo. Y es precisamente lo que no define a la sociedad de consumo, para la cual la dignidad del otro le trae absolutamente sin cuidado.

El máximo símbolo de la sociedad de consumo es el coche. Y un coche en manos de un delincuente es un instrumento peligrosísimo. Hoy circulan por las carreteras nacionales una minoría muy considerable de incívicos totales y una mayoría que, indudablemente, conduce demasiado de prisa. Antes había temor a la Guardia Civil. Ahora la Benemérita está desbordada y las posibilidades de pillar al infractor son mínimas. En las autovías uno tiene la sensación de que, si tantos ciudadanos se comportan así al volante, el país puede volver a la barbarie en cualquier momento. Inmisericordes con los demás, inmisericordes con ellos mismos -¡hay que ver a los madrileños de la M-30 y la M-40!-, ¿a quién le pueden sorprender las cifras de mortandad?

Los de corazón endurecido. Franco, mientras desayunaba, firmó sin pestañear incontables sentencias de muerte. Bush lamenta que en EE UU no se pueda aplicar la pena máxima a más terroristas. Sharon no sale del diente por diente bíblico. Es como si en tantos miles de años el ser humano no hubiera avanzado un ápice. ¡Qué panorama más deprimente!

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