La exótica villa de Betancuria

La villa de Santa María de Betancuria debe su nombre al conquistador Jean de Bethencourt, que llegó a Fuerteventura a principios del siglo XV y fundó esta pequeña población que sería capital hasta el siglo XVIII. Los designios de la segunda mayor isla canaria, con más de 160.000 hectáreas, se hacían y deshacían en esta localidad implantada en un valle entre redondeadas montañas y alejado del mar; unas condiciones estratégicas que intentaban resguardar a este centro neurálgico del peligro de invasiones; pero aun así hubo asaltos y destrucción. Un día, Betancuria perdió su capacidad de liderazgo y se marcharon los altos dignatarios, incluso antes de mudarse la capital, en la segunda mitad del siglo XIX, a Puerto de Cabras (hoy, Puerto del Rosario), y la villa se atemperó.

El ocre de la tierra, el verde de las palmeras y el blanco de la arquitectura se funden en este valle, donde resuena la historia de los conquistadores y los antiguos reinos majos.

Cada tarde, cuando cierra el museo y se marchan los turistas, las recoletas calles de la villa quedan envueltas en silencio. El templo de Santa María de Betancuria se hace notar entonces con el resonante tañido de sus campanas y la resplandeciente blancura de sus viejos muros. Todo un siglo se tardó en reconstruir las hechuras de este bello santuario, tras su destrucción por los piratas berberiscos tan sólo 80 años después de su primera edificación, en 1410. Esta lentitud y las diferentes manos por las que pasó la dirección de las obras, así como los posteriores retoques, dan como resultado el compendio de influencias góticas, mudéjares, renacentistas y barrocas que se agolpan en el cenobio.

En la periferia del pueblo queda el recuerdo de lo que fue el convento de San Buenaventura, del que se mantienen en pie los muros de su iglesia y parte de los cimientos de las celdas donde se alojaron durante casi cinco siglos los monjes franciscanos. No hay que dejar de visitar la ermita de San Diego, del siglo XVII; el Museo de Arte Sacro, y un interesante Museo Arqueológico y Etnográfico, en cuyas salas se rememora la cultura de los majos, aborígenes de Fuerteventura, que a la llegada de los europeos se encontraban divididos en dos reinos, el de Maxorata y el de Jandía.

El paisaje de Betancuria posee un aire exótico a pesar de la aridez y aspereza de sus perfiles. Los horizontes despoblados se funden aquí con el verdor del palmeral que salpica el valle, reducto de lo que en otro tiempo fuera un tupido bosque de palmeras y tarajales. La leyenda cuenta que una de las palmeras de este oasis ofrecía dátiles sin hueso después de que san Diego Alcalá probara uno y se rompiera un diente.

La villa, que tiene la distinción de conjunto histórico artístico, alarga su núcleo por una depresión del macizo de Betancuria, declarado parque rural por sus valores geomorfológicos y etnográficos. El ocre es el color de esta tierra, así como el de toda la isla; un trozo de archipiélago donde viven a sus anchas las cabras, como en otro tiempo lo hicieran camellos y burros. Vale la pena recorrer el entorno del parque rural y acercarse a puntos de especial interés paisajístico, como el Filo de la Galga, Punta de la Herradura, Puerto de la Peña y las playas de El Valle y de los Mozos.