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Siete llaves al sepulcro de Isabel II

En abril de 1904 murió en París la destronada reina de España Isabel II. Con tal motivo, algunas voces mejor intencionadas que informadas han sugerido que se conmemore públicamente este centenario. La historia de Isabel II no merece muchas celebraciones y su persona, tanto la pública como la privada, está mejor para estudiada y sopesada en los libros de historia que para aireada y paseada en andas. Ello por varias razones.

Se han traído a colación, de manera un tanto superficial, los adelantos económicos y administrativos que tuvieron lugar bajo su reinado (1843-1868). Yo mismo tengo algún conocimiento de ellos, porque fueron el tema de mi tesis doctoral. Es cierto que durante las décadas centrales del siglo XIX tuvo lugar lo que se ha dado en llamar la "revolución liberal" española, con una respetable medida de modernización social. Puede citarse, por ejemplo, la densa legislación progresista del famoso "bienio" (1854-1856), con sus leyes de Bancos, de Sociedades de Crédito, de Ferrocarriles, de Desamortización General, hitos muy importantes en el tránsito de una sociedad arcaica a una más acorde con los progresos de la época. Pero sería absurdo atribuir a la reina esta legislación porque tuviera lugar durante su reinado. Lo cierto es que ella vio todo esto con muy poca simpatía, y tan pronto como pudo (julio de 1856) se puso de acuerdo con el unionista Leopoldo O'Donnell para derrocar a los progresistas de Baldomero Espartero, lo que dio lugar a una serie de gabinetes reaccionarios que congelaron la desamortización y desvirtuaron las leyes de bancos y ferrocarriles de modo que, en una orgía de construcción mal planeada y financiada, se abocó a la pavorosa crisis de 1864-1868, que al cabo terminó por desencadenar la revolución que puso fin a su reinado. Otros aciertos tuvieron otros gobiernos en su época (la tan celebrada reforma de la Hacienda de 1845, comúnmente llamada de Mon-Santillán), pero también pueden citarse errores de bulto en política económica, como la creación del semi-ilegal Banco de Isabel II, la restrictiva Ley de Sociedades por Acciones de 1848, la fusión de los Bancos de Isabel II y San Fernando, que a punto estuvo de hundir al futuro Banco de España, la conversión (más bien repudio) de la Deuda de Bravo Murillo en 1851, el ancho de vía diferente al de los ferrocarriles europeos, y tantos otros. Sería injusto atribuir los errores gubernamentales a la reina; igualmente injusto sería atribuirle los aciertos. No es por la labor de sus gobiernos como debe valorarse a un monarca moderno, sino por su papel de árbitro constitucional. Y aquí es donde la ejecutoria de Isabel II fue, sencillamente, desastrosa.

Tampoco la vida privada de doña Isabel fue de una ejemplaridad edificante, y cierto es que, como no podía ser de otra manera, estos escándalos de alcoba son los que más se recuerdan y más se esgrimen en su desdoro. No voy a entrar en ellos aquí por no conocer yo lo bastante el tema ni parecerme de importancia primordial, aunque en su época sí la tuvo y mucha, entre otras cosas por aquello de que en lo tocante a la honestidad de la mujer del César las apariencias son tan importantes como la realidad (a mayor abundamiento, siendo el César y su mujer la misma persona).

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Pero lo realmente imperdonable en la ejecutoria de doña Isabel fue su radical incapacidad para actuar con una mínima competencia como reina constitucional, con lo cual trabó continuamente el sistema político que la había encumbrado. Desde el día en que fue declarada reina a los 13 años, la doblez y la parcialidad de doña Isabel se pusieron de manifiesto con la famosa "crisis del papelito", en la que mendazmente acusó al progresista Salustiano Olózaga de haberla violentado para hacerla firmar su encargo de formar gobierno. A partir de aquel episodio, que por poco costó la vida del pobre Olózaga, Isabel sistemáticamente obstaculizó el acceso del Partido Progresista al poder, con lo que éste se veía empujado al retraimiento y la conspiración, con grave quebranto de la paz civil y del normal funcionamiento de las instituciones. A punto estuvo ya de ser destronada en la revolución de 1854; la salvó la ingenua magnanimidad de Espartero, a quien dos años más tarde pagó el favor con el derrocamiento a que antes hice referencia. De este episodio dice Raymond Carr: "Isabel debió sus doce últimos años de reinado a la indecisión o lealtad de Espartero. La recompensa para éste fue la muerte política".

Su inepcia y su duplicidad reiteradas fueron causa de que en septiembre de 1868 (la "Gloriosa Revolución") apenas tuviera quien la defendiera. Abandonó España desde San Sebastián, donde veraneaba, y nadie se acordó más de ella si no fue para denostarla. Su falta de popularidad era tal que cuando en 1875 tuvo lugar la Restauración de la dinastía nadie pensó en llamarla, a pesar de que no tenía más de 44 años. La Restauración se hizo en la persona de su hijo, Alfonso XII, a quien Antonio Cánovas del Castillo, inspirador y alma del nuevo sistema, procuró educar en Inglaterra y mantener apartado de las malas compañías representadas por su madre y su camarilla de París. Cánovas, mientras vivió, hizo todo lo posible por evitar que doña Isabel se estableciera en Madrid, por el daño que eso pudiera hacer a la Monarquía en la persona de Alfonso XII y más tarde de doña María Cristina de Habsburgo-Lorena, su viuda. Doña Isabel, por supuesto, detestaba a Cánovas, pero por fortuna el desprestigio de la señora la privaba de influencia. Por cierto, si se quiere hacer homenaje a una reina del siglo XIX, la única candidata seria es doña María Cristina, la dignísima viuda de Alfonso XII y madre de Alfonso XIII.

España no debe nada a Isabel II; al contrario, es su acreedora preferente, como ya pusiera de manifiesto Emilio Castelar en 1866, cuando la señora "donó" a la Nación parte de unos bienes del Patrimonio, quedándose ella con otra parte. A Castelar aquel artículo, titulado El rasgo, le costó la cátedra. Así se las gastaban los gobiernos de la señora cuando creían que debían salir en su defensa.

Fueron tantos los "rasgos" de Isabel II desde aquella famosa "crisis del papelito" hasta su muerte hace ya casi cien años, que es mejor relegarlos piadosamente a los libros y a las aulas. Bien están las celebraciones; pero antes de organizarlas reflexionemos un instante y estudiemos con un poco de seriedad si hay algo que celebrar. Y, sobre todo, no confundamos la conmemoración con la hagiografía. La pobre doña Isabel fue un obstáculo permanente al progreso de la España de su época; no abramos la caja de Pandora y dejemos que la buena señora descanse en paz.

Gabriel Tortella es catedrático de Historia Económica en la Universidad de Alcalá y miembro de la sección de Historia de la Academia Europea.

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