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Columna
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El aroma de la segunda mano

Poco a poco, silenciosamente, lo nuevo ha ido perdiendo su indiscutido prestigio. En la modernidad que inauguró el siglo XVIII lo nuevo, lo novedoso o la novedad, fueron constituyendo las señales inconfundibles del progreso y el porvenir mejor. Pero ahora, en la posmodernidad inaugurada hace menos de tres décadas, lo demasiado flamante inspira desconfianza, recelo e incluso temor. Cuando no un tajante desdén.

La ley de Garantías de Bienes de Consumo, que entró ayer en vigor en España y afecta a toda la Unión Europea, protege a los artículos de segunda mano como nunca antes se conocía y les otorga un estatuto de dignidad que se corresponde estrechamente con el fenómeno de su crecido aprecio. Las marcas BMW o Mercedes, por ejemplo, promocionan hoy sus coches usados enalteciendo insólitamente su buena condición y equiparan incluso su categoría a la de un bendito estreno, tal como si la naturaleza de lo gastado se hallara en perfectas condiciones para competir con lo nuevo y, probablemente, con cierto atractivo adicional. Lo nuevo es la obviedad homogénea mientras lo usado es secreto y singularidad. Lo nuevo constituye experimento general mientras lo usado posee su propia experiencia. Lo nuevo es igual al precio, mientras lo de segunda mano ¿quién conoce su igualdad?

La segunda mano ahora extendida en numerosas tiendas urbanas, elevada a moda general en los vintages, representada en el auge de las antigüedades o los edificios rehabilitados, en las incontables compraventas de Internet, los remakes del cine, el regreso de los grupos musicales, la omnipresente ética de las conmemoraciones o la boga interminable del grunge y sus filiales, componen buena parte del estilo del mundo.

Nunca antes se había prescindido de la Historia tanto como ahora. La memoria apenas llega al 11-S de las Torres Gemelas porque el 11-S del Chile de Allende apenas cuenta para los jóvenes, y menos todavía la época de la posguerra europea en la que se funda nuestra actualidad. El presente del siglo XXI flota sobre los medios de comunicación sin amarras ni fundamentos y contra ese vértigo surgen estos espasmos de usura que buscan asideros atrás.

El apogeo de la segunda mano es, en efecto, como una mano tendida hacia otra mano más. La fórmula de solidaridad temporal y material más efectiva de nuestros días se encuentra acaso en la acción de muchas ONG pero también, simbólicamente, en las transacciones en los vintages y mercadillos que remedan una operación de cruces entre clases.

Las mismas convocatorias de rebajas, ahora casi constantes, se han impregnado de esta moral. Adquirir un producto en el momento inmediato a su lanzamiento, rutilante, esplendoroso y sin defecto, choca con el talante vigente. Cada cosa necesita cocinarse o sazonarse de una dosis temporal para adquirir la posmodernidad debida. O bien: para considerarse a la última es necesario evitar la impresión de ir al día. Todas las pasarelas de nuestro tiempo desfilan con modas retro, todas las compras del hipermercado se congelan, todos los artículos en verdad notables se presentan con algún depósito de morosidad. El apremio, la prisa, la instantaneidad, quedan fuera del lujo. La cotización de una cosa requiere algún grado de premiosidad y la necesidad, por tanto, de no precipitarse en el helado vacío de lo absolutamente nuevo. El desarrollo valorado es el desarrollo sostenible, el envase éticamente aceptable es aquél que biológicamente vuelve atrás, la energía más prometedora no es la centrífuga o de fisión sino la de fusión. El estilo de la época se nutre del mestizaje, la mezcla del norte y el sur, del pasado y el porvenir, para decantarse al fin en un presente con olor a esencias probadas. Todo ello ante el terror de adelantar un paso hacia el futuro y perder la vida estrangulado por la crudísima locura de estrenar.

Un coche Mercedes-Benz de 1924 en Kiev (Ucrania).
Un coche Mercedes-Benz de 1924 en Kiev (Ucrania).AP

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