Madrid A y B
Madrid suele gustar, pero yo me pregunto cuál gusta, ya que Madrid, como todas las capitales soñadas, son dos. Al caballero Casanova, por ejemplo, le gustó mucho la noche madrileña, que ya en 1767 era inagotable y bailona; el veneciano apreció particularmente verse invitado -en medio de un baile de máscaras y por una actriz reputada que se llamaba nada menos que La Pichona- a una sesión de fandangos en la madrugada. La sensualidad de la danza hizo gritar de júbilo al gran libertino, quien, sin embargo, se extrañó ante Pichona de que la Inquisición permitiera tales muestras de lascivia coréutica. La mujer de mundo no se inmutó: naturalmente que el fandango estaba prohibido, pero los permisos eran fáciles de conseguir conociendo a alguna autoridad competente. Casanova tuvo ocasión de ver en su viaje de aquel año las dos caras de la ciudad, la dulce y prometedora y la más agria y negra; ligó y fue hecho preso con brutalidad al salir de la casa del pintor Mengs, y la policía de aduanas le trató en su entrada por la Puerta de Alcalá como a un camello avant la lettre, husmeando y volcando en tierra la caja de polvillos blancos que el viajero llevaba en su maleta: inofensivo rapé, que también estaba prohibido excepto para las narices del rey y sus cortesanos.
Madrid sigue gustando, y su popularidad entre los extranjeros no ha decaído, para asombro de quienes vivimos aquí, supervivientes penosos de la dinastía manzanata. Franceses, ingleses y alemanes, por no hablar de italianos, que son más impresionables, vienen a Madrid por miles y la disfrutan, y te cuentan después las maravillas que han visto y tú no reconoces, como si hablaran de una ciudad utópica del Renacimiento. Los barceloneses, viajeros muy profesionales, también vienen en cantidades apreciables (siempre después de parar en el Monasterio de Piedra, un must para catalanes), aunque ellos no se lo tragan todo. El cielo de Madrid, famoso por su falta de sentimentalismo, por su luz de piedra nítida, cautiva, como es natural, a esos mediterráneos, pero recuerdo lo que uno de los más perspicaces, el arquitecto Oriol Bohigas, me dijo en cierta ocasión, ya en pleno manzanato: "Madrid tiene una asombrosa falta de realidad". Para Bohigas, tan responsable de la fresca y acogedora piel que Barcelona adquirió durante sus años de concejal de Cultura junto a los alcaldes Serra y Maragall, Madrid "carece de estructura de ciudad, y en ella lo político, lo funcionarial, el artificio de una vida administrativa, oscurece lo demás".
La semana pasada asistí a una velada teatral en los Jardines de Sabatini. Saliéndose de la tónica ramplona y verbenera de los espectáculos al aire libre del verano madrileño, la compañía que representaba en su atrevida totalidad El burgués gentilhombre, de Molière, música original de Lully incluida, nos hizo creer por unas horas en un Madrid con realidad y forma, con historia y poso cultural. A la sensación de refinado encanto contribuía el hecho de que la función se desarrollaba ante el más hermoso decorado natural: la fachada norte del Palacio Real. De repente, algo al fondo irrumpe en el juego de los actores. Dos ventanas del noble edificio de Juvarra se han iluminado, y un señor en camiseta (de época actual) se asoma aburrido. Distanciación brechtiana introducida por el director de la obra, pienso yo, hasta que una amable acomodadora de los Jardines me saca del error: se trata del vigilante de palacio, un hombre amante, por lo visto, de la zarzuela, y bien que pudo verse a continuación. Volviendo al interior de su salita de estar (decorada también al gusto actual), el funcionario del Patrimonio Nacional enchufó la tele, cuyas movientes siluetas nos acompañaron hasta el final, estropeando mucho la "ilusión cómica" de Molière. (Ningún responsable, me dijo estoicamente la acomodadora, ha conseguido que este buen señor se abstenga durante las funciones de su encendido doméstico, si bien cuando se representó la Antología de la zarzuela escuchaba y no ponía la tele.)
Pese a todo volvimos a casa contentos. No es tan fácil ver y escuchar a la vez, y en poco más de dos horas, la cara A y la cara B de Madrid.
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