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Los olvidados

Una de las primeras decisiones de Pilar Miró al ponerse al frente de la Dirección General de Cinematografía en 1982 fue la de otorgar a Luis Buñuel el Premio Nacional de Cine. Me llamó para preguntarme si Buñuel tenía la ciudadanía española o mexicana, y cuando supo que ya no era español tuvo que renunciar a su deseo. Pero la historia suele hacer bien las cosas y he aquí que Los olvidados acaba de ser coronado como Memoria Histórica de la Humanidad por la Unesco. Fue éste el primer filme personal realizado por Buñuel en México, en 1950, con un guión en el que colaboraron también tres compatriotas exiliados -Luis Alcoriza, Juan Larrea y Max Aub-, aunque sólo el primero resultó acreditado. Buñuel había admirado hacía poco Limpiabotas (1946), la tragedia de Vittorio de Sica protagonizada por limpiabotas adolescentes romanos, y se pasó varios meses indagando en los archivos del Tribunal de Menores mexicano y recopilando datos de casos auténticos en los que basar su historia. Con formación de entomólogo en sus años madrileños, observó Buñuel a sus personajes con atenta mirada de antropólogo, para demostrar que también en los suburbios de Ciudad de México existían extensiones penosas de la marginación de Tierra sin pan (1933).

Los olvidados se estructuró a partir de un dipolo psicológico, al modo del mítico par Jekyll y Hyde, mostrando al encallecido criminal juvenil Jaibo como destino biográfico del inocente Pedro, que era su víctima, pero del que también podría ser su futuro. Y al final demostraba Buñuel que no basta con un director de reformatorio comprensivo y bondadoso para resolver el problema de la delincuencia adolescente y juvenil, convencido de la ineficacia de las soluciones individuales, no sociales, en la reforma de un muchacho víctima de la marginación. Pero no cerraba Buñuel la puerta a toda esperanza, en una obra que alternaba la crueldad con la ternura, pues las acciones solidarias de los muchachos, aunque fueran delictivas, demostraban su capacidad para la cooperación en el seno de sus microgrupos marginales. De todos modos, y preocupado por una eventual censura a su estremecedor desenlace, Buñuel rodó un final alternativo y suavizador a su historia, que hoy conserva la Filmoteca de la UNAM, y que por fortuna no fue necesario utilizar, a pesar de la muy hostil acogida en su estreno.

Los aspectos crudamente naturalistas de Los olvidados no pueden hacer pasar por alto su aliento surrealista, en escenas como la pesadilla edípica de Pedro, o en la presencia inquietante de gallináceas a lo largo del filme, que si pueden sugerir a veces la presencia o el desarraigo del mundo campesino en los arrabales urbanos, en otras ocasiones nos sugiere un arquetipo materno, o la presencia altiva y amenazadora de la irracionalidad animal, como la gallina negra que se encara con el ciego derribado por la agresión de la banda juvenil. Y hallamos también en su textura el eco de la novela picaresca -citada literalmente con el sórdido ciego y su lazarillo-, la tradición realista de Velázquez, Ribera, Quevedo y Pérez Galdós, además de las alucinaciones de Goya.

A finales de 1950 exhibió Buñuel Los olvidados a sus amigos franceses en el Studio 28 de París, que veinte años antes había acogido Un perro andaluz. Tras esta proyección, André Breton, aunque lamentó que Buñuel prodigase declaraciones a la "prensa estalinista", elogió su filme "admirable y animado, más que cualquier otro, por el sentimiento trágico de la vida", en una hermosa cita unamuniana. Y Jacques Prévert escribió un poema, en el que se leía:

Los olvidados

enfants aimants et mal aimés

assassins adolescents

assassinés.

La alusión de Breton a la prensa estalinista tenía su miga, pues por entonces el Partido Comunista Francés había decidido que Los olvidados era un filme burgués y contrarrevolucionario, tal vez porque era una réplica tardía al optimista filme soviético El camino de la vida (1933), de Nikolái Ekk, y sobre la reeducación de los jóvenes delincuentes mediante el trabajo en común, loa al trabajo que escandalizó entonces a muchos surrealistas y a la que Ferdinand Alquié propinó un varapalo en el quinto número de Le Surréalisme au service de la Révolution. El filme de Ekk se convirtió en un casus belli entre el PCF y el grueso del grupo surrealista, en un momento en que Buñuel, como hoy sabemos, militaba en el Partido Comunista de España. El caso es que el PCF prohibió en 1951 a sus críticos ocuparse de Los olvidados, hasta el momento en que el prestigioso director soviético Vsevolod Pudovkin publicó un entusiasta artículo en Pravda que tuvo el efecto de levantar su veto.

Los olvidados se presentó en mayo de 1951 en el festival de Cannes, apoyado por un texto de Octavio Paz, y obtuvo el premio a la mejor dirección y el de la crítica internacional, cautivada por la integridad moral y estética de la cinta, que permitía además redescubrir a un Luis Buñuel extraviado en el exilio mexicano desde los días de Tierra sin pan. Ahora Los olvidados han sido canonizados por la Unesco como Memoria Histórica de la Humanidad, homologado a las catedrales o conjuntos urbanos que han sido antes santificados como joyas culturales privilegiadas. Se trata de la culminación de un largo y laborioso camino que ha acabado por consagrar al cine, forjado entre saltimbanquis, como forma artística plena y característica de la modernidad, cuya original novedad atrajo antes el admirado interés de György Lukács y de Otto Rank en 1913, de Lenin en 1919, de Virginia Woolf en 1926, de Thomas Mann en 1933 y de Walter Benjamin y de Erwin Panofsky en 1936, en el año del desastre. Querida Pilar, Luis Buñuel lo ha situado en el centro del panteón.

Román Gubern es catedrático de Comunicación Audiovisual de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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