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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Lejos de Florida

Me voy a la cárcel a visitar a un amigo. Es Andrés Rabadán, que está encerrado desde 1994 por el asesinato de su padre con una ballesta. Cojo el tren hasta Granollers y, desde allí, un taxi hasta Quatre Camins.

Le conocí hace tiempo, cuando decidió estudiar catalán a distancia. Eso me sorprendió. "Si los de Normalización Lingüística se enteran de que hay un recluso que, en lugar de estudiar la tradicional carrera de Derecho, como El Lute, estudia catalán, le van a enviar un bocata de lima", me dije. El caso es que mi amigo, que ya escribe en la lengua de Joan de Serrallonga, acaba de publicar un libro muy inteligente y muy bueno, que les recomiendo a todos ustedes, especialmente si trabajan en el Departamento de Justicia. Se llama Històries des de la presó (Rosa dels Vents). Son observaciones en forma de crónica sobre la vida en la unidad de psiquiatría (residencia habitual del autor), que les harán reír, pero también estremecer. Algunos capítulos puede que les recuerden ese gag de Woody Allen en el que el alcaide hace el discurso de bienvenida a la fiesta del motín anual. Otros les harán pensar en Alguien voló sobre el nido del cuco, el libro de Ken Kesey. Y otros, en El hombre que amaba a las mujeres, la peli de François Truffaut. Les va a divertir la parte en la que un interno de psiquiatría organiza su ejército y adiestra a los perros que la Fundación Purina cede a las cárceles por cuestiones humanitarias. Y al leer el capítulo de la funcionaria que padece, según escribe Rabadán, "deformación mental parsimoniosa", querrán abrazar al autor (pero no podrán, recuerden que está en la cárcel). En fin. Estoy segura de que al terminar la lectura se interesarán por la situación penitenciaria de Andrés Rabadán, que es bastante curiosa. Se la resumo: el juez considera que, actualmente, su internamiento es "no necesario", porque los psiquiatras dicen que está curado.

'Històries des de la presó' son observaciones en forma de crónica sobre la vida penitenciaria que les harán reír, pero también estremecer

En la puerta de acceso hay dos mossos con las metralletas en ristre, que hablan en voz baja. En la pared leo: "No ensuciemos, por favor". Me choca este uso verbal: "No ensuciemos", en lugar de "no ensucien" o "se ruega no ensuciar". Es un plural como de médico o de maestro ("ahora, toseremos un poco", "ahora, nos callaremos todos"). Me pongo en la cola de la ventanilla. Atienden a un señor mayor. "Traigo la receta de la nueva medicación de mi nieto para eso del sida", le explica al funcionario, que es muy amable. Un chico delgado, vestido con chándal blanco, pregunta por su cuñado, que tenía que salir hoy de permiso. Una mujer con un bebé compra una bebida en la máquina de refrescos. Dos chicas bien vestidas (la una con pantalón a rayas blancas y grises, la otra con traje chaqueta) se cuelan. Su aspecto no es el de alguien que se acaba de reinsertar a la sociedad recientemente, así que deduzco que son abogadas. Una de ellas se pone unas gafas y la otra le dice: "Son superfinas". Atienden llamadas al móvil. "¡Oye! Hablamos luego que estoy en la...", y bajan la voz para decir, "... cárcel".

Entrego mi carnet y voy tras una funcionaria morena, eficiente y amable. Dejo el bolso en una taquilla (a la comunicación no puedes llevar nada, excepto lo que te quepa en los bolsillos, siempre que no sea metálico). Me hace pasar por el arco detector de metales. Luego, a través del control remoto, abre la puerta de un pasillo. Entro. En la pared de la izquierda hay ventanas y desde ellas se ven otras ventanas, pero lo más sorprendente es que las rejas no son verticales, como me imaginaba, sino horizontales. Claro que mi idea de lo que es una penitenciaría estaba bastante influida por las películas. No es que yo creyera que los convictos catalanes hacían trabajos forzados en la carretera de La Roca, bebiendo de la cantimplora y mirando a la tía buena que limpiaba el coche en pantalón corto y camisa anudada bajo el ombligo. Pero sí pensaba que se pasaban el día haciendo placas de matrículas.

La puerta de la sala de comunicaciones está cerrada porque la funcionaria amable ha ido al patio a buscar a Andrés. Hasta que lo traen, me entretengo comprobando si funcionan las luces del lavabo que hay al final del pasillo, junto a la sala de comunicaciones, y veo que la del retrete está estropeada. También inspecciono los locutorios de los abogados, al fondo a la izquierda. Estos locutorios, a diferencia de los de psiquiatría, tienen una especie de buzón, como en las ventanillas de las cajas de ahorros, para pasarse los papeles de la condicional, y estas cosas. La sala de comunicaciones a la que yo voy, con unos 20 locutorios, está vacía. Veo, a través de la puerta, como la funcionaria morena ya trae a Andrés. Me saluda con la mano y se sienta en un banco de hierro, fijado al suelo. Entonces mi puerta se abre. Entro. Nos separa un cristal que tiene un micrófono redondo empotrado. La funcionaria morena nos deja solos. Cuando falten cinco minutos para el final del encuentro, que dura una hora, vendrá a avisar para que tengamos tiempo de despedirnos. En la pared hay un mural donde unos gorriones del tamaño de un águila hacen su nido. Es para alegrar.

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