Un artefacto sincero
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La experiencia dice que es mal asunto para cualquier escritor -no se diga ya para su editor- la publicación de una novela por entregas. Fiar en la inconstancia de los lectores entraña el peligro de ser leído sólo parcialmente; peligro al que se añade el riesgo más que probable de que el juicio sobre la parte termine valiendo para el todo.
A pesar de esto, al menos dos narradores españoles, Javier Marías y Francisco Casavella, emprendieron el pasado año la publicación de sendas novelas por entregas. De Tu rostro mañana, de Javier Marías, todavía se espera la continuación de Fiebre y lanza, primera y por el momento única de sus entregas. Mientras que en la pasada primavera se publicó El idioma imposible, tercer y último volumen de El día del Watusi, de Francisco Casavella, de la que habían aparecido antes Los juegos feroces y Viento y joyas.
EL DÍA DEL WATUSI (LOS JUEGOS FEROCES, VIENTO Y JOYAS, EL IDIOMA IMPOSIBLE)
Francisco Casavella
Mondadori
Barcelona, 2002 y 2003
304, 448 y 380 páginas
17, 19,50 y 20 euros
Más de mil páginas ocupa en total la novela de Casavella (Barcelona, 1963), que ha supuesto al autor largos años de trabajo. Durante los mismos, parecía empeñado en dar de sí la obra importante, de madurez, a la que viene apuntando una trayectoria preñada desde sus comienzos de promesa. No ha resultado así, sin embargo. Y ello por culpa, sobre todo, de la orientación general del esfuerzo empleado.
Antes que una novela falli
da, El día del Watusi es una novela equivocada. La ambición que la anima se orienta de lleno en el sentido al que naturalmente tienden el talento y la facilidad de Casavella como narrador. Y así es de tal suerte que, no encontrando resistencias con que medirse, dicha ambición, pagada de sí misma, termina por ablandarse y desparramarse. Lo cual supone, en el caso de Casavella, insistir, hasta la hartura, en los elementos que caracterizan su narrativa: los desdoblamientos que obra el desengaño sobre una realidad previamente mitificada; los juegos de las apariencias y de las mentiras; la estilizada recreación de Barcelona como escenario de resentimientos y camuflajes sociales; la deriva peliculera tanto de la trama como del perfil y los destinos de los personajes; los dejes románticos y preciosistas de una prosa capaz siempre de grandes alardes pero con tendencia creciente a resultar resabiada y sentenciosa.
Ya el artificio del que Casavella se sirve para montar su relato resulta enojosamente forzado. Fernando Atienza, el protagonista de El día del Watusi, recibe el encargo de redactar un amplio informe confidencial sobre los pasos de un oscuro personaje con el que al parecer tuvo relación en el pasado. De este encargo surge, dirigida a un supuestamente anónimo Lector -así nombrado en las frecuentes interpelaciones que le hace el narrador-, una especie de prolija autobiografía sentimental que traza el recorrido de Atienza desde el "Día del Watusi", en los estertores del franquismo, hasta comienzos de los noventa, cuando el gran cambalache de los Juegos Olímpicos.
El "Día del Watusi" es el 15 de agosto de 1971, jornada en la que Fernando Atienza -huérfano, de 13 años, crecido en las hoy desaparecidas chabolas de Montjuïc- vive, en compañía de su compañero de andanzas, Pepito el Yeyé, una sucesión de acontecimientos de carácter iniciático que marcarán hondamente su vida. Los juegos feroces, primera parte de El día del Watusi, cuenta con pormenores el desarrollo de esa jornada. Es sin duda la parte más atractiva de la novela, la que mejor se adapta a las virtudes de Casavella, por mucho que no alcance a salirse de la estela de sus más cercanos modelos: los modelos de Marsé, de Mendoza, de Vázquez Montalbán, de lo que vale entender por cierta novela barcelonesa escrita en castellano y muy sensible a la cartografía social, política y sentimental de una ciudad cuyos ambientes más deprimidos, ya sean obreros o marginales, ofrecen un agudo contraste con su abolengo burgués y sus veleidades nacionalistas. El problema de esta primera parte es que, pese a sus ademanes picarescos, está llamada a constituir algo así como el estrato mitológico de la novela, sobre el cual habría de sustentarse toda su parábola. Algo que no se consigue: el lector se entretiene, y ríe, y hasta se conmueve a ratos con la rocambolesca aventura vivida por los dos niños, pero el mito del Watusi -sobrenombre de un legendario matón- se enquista en el relato de Fernando Atienza sin contagiar su muy difuso resplandor.
Fallando esto, ya todo el resto cojea irremisiblemente. Viento y joyas, la segunda y más osada parte de la novela, reconstruye el aupamiento de Fernando Atienza a los círculos del dinero y del poder político durante los turbulentos años de la transición. Casavella traza una especie de parodia acerca de cómo se constituye y finalmente disuelve, con gran acopio de imposturas y de chanchullos, uno de tantos partidos que emergieron en la órbita del Centro Democrático Social. La sátira combina elementos vodevilescos con inoportunos guiños de roman à clef, todo ello en el marco de lo que se ofrece como educación sentimental de un despierto y enamoradizo jovenzuelo imbuido de fascinaciones gansteriles. El resultado es una de esas burlas que no ofenden a nadie, pues a nadie le cabe darse por aludido; un cuento ejemplar que nada ejemplariza como no sea la muy plausible tirria que Casavella guarda hacia la más que cuestionable empresa de la transición y el circo de complicidades a que dio lugar.
En El idioma imposible, tercera y última parte de El día del Watusi, Fernando Atienza aparece convertido ya en un héroe del desengaño: un tipo de esponjosa catadura moral que asume con resignada lucidez un rol marginal. Desde las calles del Barrio Chino de Barcelona hasta los locales nocturnos de la zona alta de la ciudad, donde ejerce de camello, Atienza pasea su figura de indolente fantoche, que contempla con amarga condescendencia cómo se domestican y se envilecen las sucesivas promociones crecidas en el turbio caldo de la transición, especialmente revuelto y maloliente, qué duda cabe, en los aledaños de la fastuosa Barcelona preolímpica.
Llegada aquí, la novela fluc
túa alocadamente de una a otra de sus cada vez más incompatibles tonalidades: desde el tono entre resentido y zumbón con que se practica una especie de literatura de almanaque -por llamar así al apresurado repaso de los más comunes tópicos de la transición- hasta el alelado cinismo con que Atienza emprende tardíamente, tras el culo respingón de Victoria Llinás, hija de un reputado preboste de la burguesía ilustrada catalana, una tardía y frustrada carrera de advenedizo; pasando por la arrebatada estética del malditismo -esa romántica idealización de la autenticidad, de "la vida verdadera"- a la que el narrador sucumbe al evocar sus amores con Elsa Basora, una versión entre punk y yonqui de la Maga de Rayuela. Y así hasta desembocar en la gran traca de revelaciones y desenmascaramientos con que, muy a lo David Mamet, culmina el relato.
Ya se ha dicho: las poses y los remiendos peliculeros infestan esta novela de Casavella. También, junto a portentosas secuencias (magistral el capítulo entero dedicado, en la tercera parte, a Octavio Llinás, por ejemplo), los chascarrillos, eufemismos y lírica chatarrería que lastran una prosa a veces poderosísima, en la que se cede sin embargo demasiado protagonismo a frases biensonantes cuya seducción resiste mal segundas lecturas. Está luego la salva gruesa de borrosas alusiones y rencorosas mascullaciones en que se disuelve el saludable propósito de ilustrar las transformaciones sufridas por la sociedad española, y particularmente catalana, durante las penúltimas décadas. Y al fondo esa perspectiva presuntuosamente desclasada, que se afinca mal en las connotaciones residuales de un concepto como el de xarnego, y que repinta una y otra vez el cartón piedra de una Barcelona convertida desde hace ya demasiado tiempo en su propio parque temático (para el que, sin ir más lejos, esta novela se postula como guía comentada).
En la trayectoria de Casavella ejerce una atracción fatal la fallida intentona de Quédate (1993), su segunda novela, en la que ya apuntaban algunos de los tics y de los yerros que, con más ambición, pero con menos audacia y delirio, se repiten en ésta. Casavella no sacó de aquella experiencia el provecho que debía, y ha vuelto a ensayar una nueva y difícil combinación de rabia, humor y displicencia. De nuevo ha equivocado la fórmula. El mismo Fernando Atienza lo dice por algún lado: "Y revoloteo entre mis ficciones con vocación de artefacto sincero, dándome con las frases en las paredes, sin levantar el vuelo". Pues eso. Una lástima.
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