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Cuando el monte se quema: valor y precio

¡Eureka!, por fin alguien competente nos ha desvelado uno de los grandes misterios de nuestra historia reciente, uno de esos raros fenómenos que periódicamente enturbian el ronroneante bienestar del país y durante unos días -pocos, todo hay que decirlo- nos acongojan: ¿por qué arden los bosques cada verano?, ¿por qué a pesar de saber que van a arder, somos incapaces de prevenirlo? Es más, ¿por qué son los incendios últimamente cada vez más peligrosos y alcanzan con mayor facilidad zonas urbanizadas, obligando a la evacuación de miles de ciudadanos y dejando tras de sí un paisaje no ya sólo de pinos, encinas y alcornoques calcinados sino también de viviendas chamuscadas e incluso destruidas?

La respuesta ha venido dada por una auténtica autoridad en la materia, el consejero de Agricultura, Ganadería y Pesca, el señor Josep Grau. El hombre no se ha andado por las ramas ni se ha refugiado en el tópico fácil: que si la sequía, que si las altas temperaturas, que si los pirómanos, que si los domingueros desaprensivos... Hablando ante una audiencia universitaria en Prada de Conflent, el consejero ha ido a la raíz del asunto: si los bosques arden año tras año es simplemente porque en la actualidad "la madera mediterránea no vale un duro". Y si hoy nuestros árboles no valen un duro, ha completado su razonamiento Grau, es porque con la globalización nuestros carpinteros, nuestros ebanistas, nuestras fábricas de muebles tienen acceso, a bajo coste, a las excelentes maderas tropicales que semanalmente llegan, en cargamentos de miles de toneladas, a nuestros puertos. El resultado, claro está, es que nadie invierte seriamente en la gestión y el mantenimiento de nuestros bosques.

Una solución posible, ha reconocido el consejero, pasaría por que la sociedad, a través de las administraciones públicas, costease los gastos de mantenimiento mediante una especie de ecotasa pero, ha añadido inmediatamente, las encuestas telefónicas encargadas por el Gobierno catalán indican que la ciudadanía no está por la labor.

En realidad, en la medida en que nuestro baremo para juzgar el valor de las cosas, incluidas las condiciones medioambientales, sea su precio de mercado, el argumento del señor Grau es irrebatible. Si el bosque mediterráneo cotiza a la baja, peor para él. Nada más lógico que abandonarlo a su suerte o, incluso, podría haber añadido, que revalorizar tan improductivos terrenos sembrando hilera tras hilera de casitas pareadas. En la medida, también, en que la defensa del interés público y el carácter democrático de un Gobierno se evalúen a través de su respeto a las encuestas telefónicas de opinión, es obvio que nuestros gobernantes, los pobres, no pueden hacer otra cosa que lo que hacen.

De modo que desengáñense ustedes, y no se me pongan pesados, el tema no tiene ningún misterio pero va para largo. Y además está en sus manos. Si quieren ustedes tener madera de calidad, segunda residencia lejos del mogollón urbano, y coches, combustible y asfalto para llegar fácilmente a ella, y todo a un precio asequible y sin aumentar los impuestos, tendrán que acostumbrarse a algunos daños colaterales. En su momento ya destruimos todo el litoral y no nos ha ido tan mal. Ahora les toca el turno a los bosques, a los nuestros y a los del África central y la Amazonia, globalización obligada, pero no hay que alarmarse, la naturaleza es sabia. Al fin y al cabo, parece ser que el agujero de la capa de ozono se está estabilizando.

Por otra parte, el señor Grau podría haber dicho que lo que ocurre en Cataluña y en España no tiene nada de extraordinario. Al revés, tiene antecedentes de lo más prestigiosos. Y no me refiero a los desastres que verano tras verano ocurren, al igual que entre nosotros, en países como Portugal, Francia, Italia o Grecia. No, el epítome del desmadre medioambiental como sinónimo de un cierto progreso es ni más ni menos que California, meca de la vida sana, del culto al propio cuerpo, de las dietas sin colesterol, del integrismo antitabaquista y, por supuesto, de la desregulación y del mercado libre. En un libro extraordinario y terrorífico (Ecology of fear. Metropolitan Books. Nueva York, 1998), Mike Davis ha analizado en detalle las dramáticas consecuencias de un modo de crecimiento económico y urbano que, en nombre de la libertad individual y empresarial, y en busca del máximo rendimiento inmediato, atenta contra el más mínimo sentido común necesario para enfrentarse a las variaciones meteorológicas extremas -largas sequías, súbitos diluvios, granizo y heladas, temperaturas tórridas, etcétera- características de los climas de tipo mediterráneo (y a las que, en el caso californiano, hay que añadir los fenómenos sísmicos).

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Mucho antes y con mayor intensidad que entre nosotros, ese modo de crecimiento ha ido suburbanizando más y más parajes rurales y naturales, alterando o destruyendo los mecanismos de autorregulación natural (cauces de ríos y torrentes, permeabilidad del suelo, capas freáticas, diversidad de especies, etcétera), multiplicando los riesgos de catástrofe y, en último término, obligando a desviar los ya de por sí escasos recursos dedicados a la protección del medio ambiente hacia la protección prioritaria, cuando el desastre llama a la puerta, de los inmediatamente damnificados por el mismo. En las últimas décadas, el número e intensidad de los incendios en California, así como su coste en vidas y en viviendas destruidas, ha crecido exponencialmente. Por no hablar de la dislocación social y del empobrecimiento fiscal que para los tejidos urbanos históricos ese tipo de crecimiento comporta y que, en el caso californiano, se traduce en la creciente precarización de los centros urbanos tradicionales, convertidos en enclaves de marginalidad para los sectores más pobres de la población, es decir, los negros e hispanos.

Pero, claro, a diferencia de California, aquí terremotos no hay, y negros e hispanos tampoco muchos, de momento.

Además, parece ser que uno de los ejes temáticos del Fòrum 2004 va a ser el de la sostenibilidad medioambiental y urbana. No hay, pues, que preocuparse demasiado, la solución está al caer.

Pep Subirós es escritor y filósofo.

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