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Columna
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Piensa el corazón

Muy de mañana, leía el Libro del desasosiego de Pessoa: "El corazón, si pudiera pensar, se pararía". A esa hora, como Pessoa, yo era Bernardo Soares, y la realidad, una bruma en el horizonte que dejaba a las bateas del mejillón insinuarse sobre la ría. Me habían despertado los gallos, un coro cuyo diálogo tiene un sentido que nuestra inteligencia no alcanza a descifrar ("amo las expresiones porque no sé nada de lo que expresan"), un sentido que redunda en sí mismo porque sólo se siente, y ésa es la comprensión que nos permite: atender a su canto, prestarle mucha atención y ver, así, con el oído, lo que dice ("indiferentes a lo divino y menospreciadores de lo humano, nos entregamos fútilmente a la sensación sin propósito"). Un gallo habla y otro contesta, y otro más, y se informan. O no: simplemente, se suman, se complementan, se constatan. Son ("canto lento, sólo para mí, vagos cantos que compongo mientras espero"). Preparaba un café y, en ese silencio (pero "en mi corazón hay una paz de angustia, y mi sosiego está hecho de resignación"), en ese verdor que cumple sus promesas, en esa humedad que limpia los residuos del sueño y acondiciona el terreno a nuestra incorporación ("tengo que escoger lo que detesto: o el sueño, que mi inteligencia odia, o la acción, que a mi sensibilidad repugna; o la acción, para la que no nací, o el sueño, para el que no ha nacido nadie"), saludaba a las moscas y leía, miraba ("ver es haber visto"), sentía, "disfrutando los días como libros".

Ayer, muy de mañana, me despertó el estruendo de Madrid. Como un Bernardo Soares destripado entre los escombros existenciales de la Rua dos Douradores, de la Rua do Arsenal, de la Rua da Alfândega, los taladros de la calle San Marcos, de la calle Libertad, de la calle Barbieri, apuntalaban mi desasosiego ("no hay diferencia entre yo y las calles, salvo el ser ellas calles y yo alma, lo que puede que nada valga ante lo que es la esencia de las cosas"). Ensordecida de golpes, intenté, sin éxito, concentrarme en la lectura ("el arte tiene valor porque nos saca de aquí"). Así que decidí bajar a mi ciudad, sorteando sacos y cascotes. Heterónima en mi piel, exiliada en mi casa, la realidad era un contenedor del que, como de un arca absurda, surgía Harrison Ford con una camiseta del Atlético. Junto a él hedía una masa bicéfala e informe que advertía de un Nuevo Socialismo. Al lado, de la cartera entreabierta del secretario general del PP madrileño caían nóminas olvidadas como viejos resguardos de la Bono Loto. Al fondo, entre un polvo de secarral castellano, el golpe también seco de unas fichas de dominó se confundía con el cómplice murmullo de unos rezos monásticos que pedían al Altísimo un sucesor a la medida del Bajísimo (¿y del quinto mandamiento, Padre?). Y, de entre todos ellos, avanzaba una peste viscosa que emergía del subsuelo. Siguiendo su curso negro, envenenado el ánimo de chapapote moral, fui devuelta al Atlántico ("me quedé confuso con esa doble existencia de la verdad"). Nado ahora, aterida, en este mar de asfalto.

Pero sé que he de despertar del sueño y acometer la acción ("resulta que, como detesto a ambos, no escojo ninguno; pero, como alguna vez tengo que soñar o actuar, mezclo una cosa con la otra"); sé que debo rebajar las expectativas de mi ilusa calidad ("al hombre superiormente inteligente no le queda hoy otro camino que el de la abdicación"); sé que, en lugar de las moscas, debo ir al reencuentro de los amigos, debo ir a saludar a los vecinos, debo dejar de ser Bernardo Soares y ejercitar una fe que nos permita resurgir. Despabilados ya por el frío del océano, las olas nos refluyen de nuevo hasta esta ciudad rota de taladros y de decepción, y hay que recomenzar la lucha contra la prepotencia de un poder que no ha de sobrepasarnos, reconstruir el aliento agotado de mentiras, contestar. ¿Cuál es la realidad? ¿Es posible otro mundo? ¿Ahora y en Madrid? ¿Podremos olvidar "la esterilidad de todo esfuerzo"? ¿Podremos hacer oídos sordos a las burlas políticas y a los cantos de sirena apocalípticos? ¿Debemos infundirnos ánimo, confiar? ¿Debemos exigir justicia y bien? ¿Debemos reorganizar las filas? ¿Debemos intervenir? ¿O somos, quizá, "esclavos esposados al capricho de dioses más fuertes pero no mejores que nosotros, subordinados, ellos y nosotros, al gobierno férreo de un Destino abstracto, por encima de la justicia y la bondad, ajeno al bien y al mal"?

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