Cuando te apuntan todas las miradas
Un joven de Coín, señalado por los vecinos como sospechoso del asesinato de Sonia, niega su implicación
Dice que le siguen, que le hacen fotografías, que todo el mundo en el pueblo ya une su nombre a la palabra asesino, pero que él no ha sido. Tiene 19 años, cara de sospechoso y una moto que conduce a escape libre y sin casco por las calles de Coín. Admite que vio a Sonia Carabantes la noche que fue asesinada, pero que apenas tuvo tiempo de darle dos besos, entretenido como estaba ensayando su puntería en una atracción de la feria. Sentado en la plaza del pueblo, desafiante a pesar de sentirse vigilado, afirma que su amigo -otro de los sospechosos- está peor. "Se encerró en su casa cuando supo que está siendo acusado".
Todo el pueblo lo acusa, pero él insiste en decir que no tiene miedo: "Yo no tengo miedo. Yo tengo gente que me defienda". Sabe que no es un santo y se ve que disfruta adoptando la pose de chico malo. Pero una cosa, dice, es escaparse de los municipales para que no lo multen por no llevar casco, asustar a las viejas y seguir saliendo con su novia a pesar de la prohibición de la madre de ella, y otra muy distinta ser sospechoso de asesinato. Transcurren los días y la sospecha, lejos de diluirse como un arrebato, va tomando cuerpo. Hay quien sostiene en el pueblo que en esta ocasión lo que piensa la calle y lo que sospecha la Guardia Civil se parecen como dos gotas de agua. "Lo que pasa", dice uno de los responsables de la investigación, "es que hablar puede hablar cualquiera, pero para detener a alguien hay que tener las pruebas que lo incriminen. La gente tiene prisa. Y lo entendemos, pero no nos conviene precipitarnos".
"¿Qué culpa tengo yo de que a mi familia le gusten los coches blancos?"
"Si las sospechas resultan falsas, las cicatrices tardarán años en curar", augura el alcalde
A medida que pasan los días, el rostro de Sonia va desapareciendo de los telediarios. Ayer, a eso de las tres menos cuarto de la tarde, sus padres, Encarna y José María, se sentaron a almorzar frente al televisor encendido, pero ya hablaba de otras desgracias. En la calle no quedaba ni rastro de la cinta azul y blanca que la policía utilizó para cortar el paso y los periodistas que allí hicieron guardia día y noche desde el jueves 14 también habían desaparecido. La penúltima casa de la calle del Pino, en la urbanización Félix Rodríguez de la Fuente, volvía a parecer lo que era cuando vivía Sonia: el sueño cumplido de un emigrante del pueblo, 30 años poniendo yesos en los edificios de Lucerna (Suiza), dos hijos varones criados allí y que allí siguen, y una hija menor, Sonia, alta, guapa, habilidosa con los idiomas, traída de vuelta al pueblo para salvarla del desarraigo. Sólo que ahora ella no está.
Sonia era "la extranjera". Todavía en los pueblos del interior esa palabra conserva cierta magia. Cuando hace dos años Sonia llegó a Coín, enseguida atrajo la atención de los chavales de su edad. Su porte, su forma distinta de hablar y de vestir, la convertían en diferente aunque ella no quisiera. "Intentabas pasar inadvertida, pero tu sonrisa te lo impedía", le escribió el viernes pasado, cuando ya había sido hallada muerta, uno de sus profesores, Manuel Olea, director del Instituto Licinio de la Fuente. "El psicólogo", escribía Olea, "quería encaminar tus pasos a alguna filología -inglesa, francesa o alemana- idiomas en los que te manejabas con soltura, o alguna licenciatura de traducción. No te parecía mal la idea...". Uno de los guardias civiles que dirigen la investigación contó ayer a este periódico que quizá fuera todo eso -la luminosidad de una muchacha que gustaba y que se sentía cómoda gustando- lo que llamó la atención de los asesinos. Incapaces de atraerla por sí mismos, o despechados por que ella en alguna ocasión no les hiciera caso, decidieron vengarse. La violencia desmedida que utilizaron -en el lugar del rapto se encontraron dos charcos de sangre y varias piezas dentales- apoya esa teoría y refuerza otra más: la víctima conocía al agresor y por tanto estaba condenada a muerte desde el momento en que le vio la cara.
"Si a mi me gusta una niña y yo no le gusto a ella, me cruzo de acera y me voy con otra. ¿A que yo trato muy bien a las niñas...?". El principal sospechoso, sentado en un banco de madera, le hace la pregunta a uno de sus amigos, pelado al estilo del último mohicano y con varios aros en las orejas "Claro que sí, canijo", le responde. "A mi novia", continúa defendiéndose el joven, "también le han dicho que he sido yo. Y ella dice que qué necesidad tenía yo, que de habérselo hecho a alguien se lo hubiera hecho a ella". ¿Y dónde estaba a la hora que raptaron a Sonia? "Durmiendo. Me fui a la cama a la una y media, porque al día siguiente tenía que levantarme a las seis y media de la mañana para ir a Marbella a trabajar en la construcción". Dicen que los asesinos iban en un coche pequeño y blanco... "¿Y qué culpa tengo yo de que a mi familia le gusten los coches blancos?".
La escena no pasa inadvertida a los vecinos. Dos de los chavales que están en boca de todo el mundo hablando con dos desconocidos bajo los toldos azules y blancos de la plaza del ayuntamiento. La gente va pegando el oído, andando como a cámara lenta, mirando sin disimular. Aunque dicen que nadie será capaz de levantarles una mano, a los dos se les empieza a notar nerviosos, acosados. Hablan de su amigo, recluido en su casa por orden de su padre. Al alcalde, Gabriel Clavijo, este tipo de situaciones le tienen preocupado. El viernes llamó a la calma y habló de "psicosis". Pidió a los periodistas que no dieran nombres, pero él sabe que eso no mejorará demasiado la situación. Los rumores corren desbocados y el hecho de que la juez haya aplazado el entierro del cadáver no suaviza el ambiente. "Hay miedo", reconoce el alcalde, "de pronto se ha roto la calma que es uno de los privilegios de vivir en un pueblo como este. La gente está con el alma en vilo".
De la misma forma que los vecinos se volcaron sin reservas en la búsqueda de Sonia, mezclándose con los forasteros y trabajando juntos, ahora se mira con recelo y se habla en voz baja. "Aquí las familias", explica el alcalde, "juegan un papel muy importante. Si se sabe que alguien acusa a otro, está acusando también a su familia. Y si luego resulta que las sospechas son falsas, el daño ya es irreparable y esas cicatrices tardan años en curar. Por eso yo estoy llamando a la mesura. Aquí habrá que seguir viviendo después de que se detenga a los asesino". Por eso, Manuel Olea, el director del instituto, ya está llamando a sus alumnos para advertirles que la venganza no es la solución, que no es justicia la que cada uno se toma a su antojo. Olea quiere reorientar los ímpetus de la juventud hacia el recuerdo a Sonia. "Ahora", escribió el pasado viernes, "entro por el pasillo del instituto. En la planta baja, a la derecha está 4·B, tu silla, en la segunda fila, donde preferías sentarte, está vacía. El próximo 15 de septiembre, cuando empieza el curso, seguirá así. Hasta siempre".
Cuando Sonia desapareció, su padre se agarró a una ilusión que sólo podía creerse él: "Se la habrán llevado para hacer algún trabajo. Como ella sabe tres idiomas, pues me la devolverán cuando termine". Su mujer, a medida que las horas iban pasando, ya pedía que la dejaran en un portal, aunque fuese muerta. Ahora, cuando ya no hay sitio para la esperanza, Antonio, el hermano mayor de Sonia, dice que su padre es un hombre duro de formas pero tierno como el pan: "Ahora está más tranquilo, porque sabe que Sonia está en un lugar feliz, donde se lo está pasando muy bien. Y eso le da serenidad, a él y a toda la familia".
Así se consuela la familia de José María, el yesista de Coín que reunió en Suiza los millones necesarios para comprarse una casa de una planta en una calle sin salida.
Los asesinos se llevaron la ropa interior de Sonia
Jóvenes del pueblo y de los alrededores. Un coche blanco. Unas colillas abandonadas en el lugar del enterramiento. Los análisis de genética. Una entrevista tras otra... Aunque en un principio se pensó que la detención de los criminales sería cuestión de horas, un oficial de la Guardia Civil garantizó ayer que las pesquisas pueden durar semanas, incluso meses. "No se dará un paso hasta que estemos convencidos de que podemos probar nuestras sospechas para que los criminales sean condenados sin genero de duda. Eso es lo quiere la familia y eso es lo que vamos a conseguir nosotros". Lejos de la vehemencia lógica de los vecinos, los investigadores han optado por darle mucho hilo a la cometa. No seguir a los sospechosos. No llamarlos a declarar. La noticia de que la Guardia Civil está interrogando a alguien sería como una condena anticipada. Y en un pueblo como Coín no es fácil mantener un secreto. Por eso, más que sobre el terreno, se está trabajando desde los despachos y los laboratorios forenses. "Aquí", dice el oficial, "la prueba concluyente no nos la va a dar una declaración, sino más bien un análisis de ADN".
¿Se dejaron los criminales algún pelo o restos de piel sobre la víctima? ¿Fumaron en el lugar de los hechos y con el nerviosismo tiraron la colilla? Este periódico ha podido saber que, además de un coche blanco, la Guardia Civil está buscando un zapato de Sonia -el otro apareció a pocos metros de su casa, junto a su bolso y al móvil destrozado- y su ropa interior, que aún no han aparecido.
También se está intentando recopilar todas las fotografías que los vecinos de Coín pudieran tomar durante la madrugada del jueves 14 de agosto. Sonia Carabantes fue secuestrada para ser ultrajada y muerta a las cinco de la madrugada, pero a los investigadores les interesan todas las imágenes que pudieran tomarse. Quieren saber -y una fotografía siempre es más fiable que un recuerdo- quien estuvo en la feria y hasta qué hora. Uno de los jóvenes que se sienten en el punto de mira de los vecinos contó el viernes a este periódico que, para disipar las dudas, había acudido al cuartelillo para que le hicieran los análisis precisos de forma voluntaria. Un agente descartó ayer esta posibilidad: "Le aseguro a usted que no solemos rechazar invitaciones de ese tipo...".
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